El último de la clase ha escrito un libro.
Mal de escuela aborda la cuestión de la escuela y la educación desde un punto de vista insólito, el de los malos alumnos. Pennac, un pésimo estudiante en su época, estudia esta figura del folclore popular otorgándole la nobleza que se merece y restituyéndole la carga de angustia y dolor que inevitablemente lo acompaña. Desde su propia experiencia como «zoquete» y como profesor durante los veinticinco años que ejerció en un instituto de París, el autor reflexiona acerca de la pedagogía y las disfunciones de la institución escolar, sobre la sed de aprendizaje y el dolor de ser un mal estudiante, sobre el sentimiento de exclusión del alumno y el amor a la enseñanza del profesor.
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Estadísticamente todo se explica, personalmente todo se complica.
Comencemos por el epílogo: mamá, casi centenaria, viendo una película sobre un autor al que conoce muy bien. Se ve al autor en su casa, en París, rodeado de sus libros, en su biblioteca que es también su despacho. La ventana da al patio de una escuela. Jolgorio de recreo. Se dice que durante un cuarto de siglo el autor ejerció el oficio de profesor y que eligió ese apartamento que da a dos patios de recreo como un ferroviario que se instalara, al jubilarse, junto a un apartadero. Luego se ve al autor en España, en Italia, discutiendo con sus traductores, bromeando con sus amigos venecianos y, en la altiplanicie del Vercors, caminando, solitario, entre la bruma de las alturas, hablando del oficio, de la lengua, del estilo, de la estructura novelística, de los personajes… Nuevo despacho que da, esta vez, al esplendor alpino. Las escenas están salpicadas de entrevistas con artistas a quienes el autor admira y que, a su vez, hablan de su propio trabajo: el cineasta y novelista Dai Sijie, el dibujante Sempé, el cantante Thomas Fersen, el pintor Jürg Kreienbühl.
Regreso a París: el autor sentado ante su ordenador, entre diccionarios esta vez. Siente pasión por ellos, dice. Por lo demás, y es el fin de la película, te enteras de que ha entrado ya en el diccionario, el Robert, en la letra P, con la denominación Pennac, que viene de su apellido completo Pennacchioni, Daniel como nombre de pila.
Bernard, que la grabó para ella. La mira de punta a cabo, inmóvil en su sillón, con la mirada fija, sin decir palabra, mientras cae la noche.
Fin de la película.
Créditos.
Silencio.
Luego, volviéndose lentamente hacia Bernard, pregunta: –¿Tú crees que lo logrará algún día?
Y es que fui un mal alumno y nunca se ha recuperado por completo de ello. Hoy, mientras su conciencia de ancianísima dama abandona las playas del presente para dirigirse, dulcemente, hacia los lejanos archipiélagos de la memoria, los primeros arrecifes que resurgen le recuerdan aquella inquietud que la corroyó durante toda mi escolaridad.
Posa en mí una mirada preocupada y, lentamente:
–¿Qué haces en la vida?
Muy pronto, mi porvenir le pareció tan comprometido que nunca estuvo por completo segura de mi presente. No estando destinado a devenir, yo no le parecía preparado para perdurar. Era su hijo precario. Sin embargo, sabía que yo había salido ya a flote desde aquel mes de septiembre de 1969, cuando entré en mi primera aula en calidad de profesor. Pero, durante los siguientes decenios (es decir durante toda mi vida adulta), su inquietud resistió secretamente todas las «pruebas de éxito» que le proporcionaban mis llamadas telefónicas, mis cartas, mis visitas, la publicación de mis libros, los artículos de los periódicos o mis apariciones por la tele, en el programa de Pivot. Ni la estabilidad de mi vida profesional, ni el reconocimiento de mi trabajo literario, nada de lo que oía decir de mí por otros o de lo que podía leer en la prensa, la tranquilizaba del todo. Ciertamente, se alegraba de mis éxitos, hablaba de ellos con sus amigos, aceptaba que mi padre, muerto antes de conocerlos, se habría sentido feliz pero, en lo más secreto de su corazón, permanecía la ansiedad que
Así se expresaba su amor de madre; cuando yo la pinchaba hablando de las delicias de la inquietud materna, ella respondía a tono con una chanza digna de Woody Allen:
–¿Qué quieres?, no todas las judías son madres, pero todas las madres son judías.
Y hoy, cuando mi anciana madre judía no pertenece ya del todo al presente, sus ojos expresan de nuevo su inquietud cuando se posan en su benjamín de sesenta años. Una inquietud que habría perdido ya su intensidad, una ansiedad fósil, que ya solo es el hábito de sí misma, pero que sigue siendo lo bastante vivaz para que mamá me pregunte, con su mano en la mía, cuando me separo de ella:
–¿Ya tienes un apartamento en París?
De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. (¡Hurra!) Negado para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por el deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna.
–¿Comprendes? ¿Comprendes al menos lo que te estoy explicando?
Y yo no comprendía. Aquella incapacidad para comprender se remontaba tan lejos en mi infancia que la familia había imaginado una leyenda para poner fecha a sus orígenes: mi aprendizaje del alfabeto. Siempre he oído decir que yo había necesitado todo un año para aprender la letra a. La letra a, en un año. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la infranqueable b.
–Que no cunda el pánico, dentro de veintiséis años dominará perfectamente el alfabeto.
Así ironizaba mi padre para disipar sus propios temores. Muchos años más tarde, mientras yo repetía el último curso en busca de un título de bachiller que se me escapaba obstinadamente, soltó otra sentencia:
quiriendo automatismos…
O, en septiembre de 1968, con mi licenciatura de letras finalmente en el bolsillo:
–Para la licenciatura has necesitado una revolución, ¿debemos temer una guerra mundial para la cátedra?
Todo dicho sin especial maldad. Era nuestra forma de connivencia. Mi padre y yo optamos muy pronto por la sonrisa.
Pero volvamos a mis comienzos. El menor de cuatro hermanos, yo era un caso especial. Mis padres no habían tenido la posibilidad de entrenarse con mis hermanos mayores, cuya escolaridad, sin ser excepcionalmente brillante, había transcurrido sin tropiezos.
Yo era objeto de estupor, y de un estupor constante, pues los años pasaban sin aportar la menor mejoría a mi estado de embotamiento escolar. «Me quedo de una pieza», «Es para no creérselo», me resultan exclamaciones familiares, unidas a unas miradas adultas en las que veo perfectamente que mi incapacidad para asimilar cualquier cosa abre un abismo de incredulidad. Aparentemente, todo el mundo comprendía más deprisa que yo.
–¡Eres tonto de capirote!
Una tarde del año de mi bachillerato (de uno de los años de mi bachillerato), mientras mi padre me daba una clase de trigonometría en la estancia que nos servía de biblioteca, nuestro perro se tendió sin hacer ruido en la cama, a nuestra espalda. Descubierto, fue expulsado con sequedad:
–¡Fuera, a tu sillón!
Cinco minutos más tarde, el perro estaba de nuevo en la cama. Solo se había tomado el trabajo de ir a buscar la vieja manta que protegía su sillón y tenderse en ella. Admiración general, claro está, y justificada: que un animal pudiera asociar una prohibición a la idea abstracta de limpieza y extraer de ello la conclusión de que era preciso hacer su cama para gozar de la compañía de los dueños, era para quitarse el somtema de conversación familiar durante décadas. Personalmente, llegué a la conclusión de que incluso el perro de la casa lo pillaba todo antes que yo. Y creo, incluso, haberle dicho al oído:
–Mañana irás tú al cole, lameculos.
Dos señores de cierta edad pasean a orillas del Loup, el río de su infancia. Dos hermanos. Mi hermano Bernard y yo. Medio siglo antes se zambullían en esa transparencia. Nadaban entre los cachos que no se asustaban por su jaleo. La familiaridad de los peces hacía pensar que aquella felicidad duraría siempre. El río corría entre farallones. Cuando ambos hermanos lo seguían hasta el mar, dejándose llevar a veces por la corriente, otras brincando por los roquedales, llegaban a perderse de vista. Para encontrarse de nuevo, habían aprendido a silbar con los dedos, largas estridulaciones que repercutían contra las paredes rocosas.
Hoy el agua ha descendido, los peces han desaparecido, una espuma viscosa y estancada habla de la victoria del detergente sobre la naturaleza. De nuestra infancia solo queda el canto de las cigarras y el calor resinoso del sol. Y, además, seguimos sabiendo silbar con los dedos; nunca nos hemos perdido de oído.
Anuncio a Bernard que pienso escribir un libro sobre la escuela; no sobre la escuela que cambia en la sociedad que cambia, como ha cambiado este río, sino, en pleno meollo de ese incesante trastorno, precisamente sobre lo que no cambia, en una permanencia de la que nunca oigo hablar: el dolor compartido del zoquete, sus padres y sus profesores, la interacción de esos pesares de escuela.
–Vasto programa… ¿Y cómo vas a hacerlo? –Apretándote las tuercas, por ejemplo. ¿Qué recuerdos conservas de mi propia nulidad… en matemáticas, por ejemplo?
que podía ayudarme en mi trabajo escolar sin que yo me cerrara como una ostra. Compartimos la misma habitación hasta que comencé quinto, cuando me metieron interno.
–¿En matemáticas? La cosa comenzó con la aritmética, ¿sabes? Un día te pregunté qué hacer con un quebrado que tenías delante de los ojos. Me respondiste, automáticamente: «Hay que reducirlo a común denominador». Solo había un quebrado, por lo tanto un solo denominador, pero tú no dabas el brazo a torcer: «¡Hay que reducirlo a común denominador!». Cuando insistí: «Piénsalo un poco, Daniel, hay un solo quebrado y, por lo tanto, un solo denominador», te subiste por las paredes: «El profe lo dijo; ¡los quebrados hay que reducirlos a común denominador!».
Y los dos señores esbozan una sonrisa, durante su paseo. Todo aquello les queda muy lejos. Uno de ellos ha sido profesor durante veinticinco años: dos mil quinientos alumnos, aproximadamente, algunos de ellos de «gran dificultad», según la expresión consagrada. Y ambos son padres de familia. «El profe ha dicho que…», conocían aquello. La esperanza que el zoquete pone en la letanía, sí… Las palabras del profesor son solo troncos flotantes a los que el mal alumno se agarra, en un río cuya corriente le arrastra hacia las grandes cataratas. Repite lo que ha dicho el profe. No para que la cosa tenga sentido, no para que la regla se encarne, no; para salir, momentáneamente, del paso, para que «me dejen tranquilo». O me quieran. A toda costa.
–…
–¿Otro libro sobre la escuela, pues? ¿No te parece que ya hay bastantes?
–¡No sobre la escuela! Todo el mundo se ocupa de la escuela, eterna querella entre antiguos y modernos: sus programas, su papel social, sus fines, la escuela de ayer, la de mañana… No, ¡un libro sobre el zoquete! Sobre el dolor de no comprender y sus daños colaterales.
–…
–…
–…
–¿Puedes decirme algo más sobre el zoquete que yo era? –Te quejabas de no tener memoria. Las lecciones que te hacía aprender por la tarde se evaporaban por la noche. Al día siguiente, lo habías olvidado todo.
Es un hecho. A mí no se me quedaba, como dicen los jóvenes de hoy. Ni captaba ni se me quedaba. Las palabras más sencillas perdían su sustancia en cuanto alguien me pedía que las considerara un objeto de conocimiento. Si tenía que aprender una lección sobre el macizo del Jura, por ejemplo (más que un ejemplo es, en este caso, un recuerdo muy preciso), la pequeña palabra de dos sílabas se descomponía de inmediato hasta perder cualquier relación con el Franco-Condado. El Ain, la relojería, los viñedos, las pipas, la altitud, las batas, los rigores del invierno, la Suiza fronteriza, el macizo alpino o la simple montaña. Ya no representaba nada. ¿Jura, me decía yo, Jura? Jura… Y repetía la palabra, incansablemente, como un niño que no deja de masticar, masticar y no tragar, repetir y no asimilar, hasta la total descomposición del gusto y el sentido, masticar, repetir. Jura, Jura, jura, jura, juraju, raju, raja, ra ju ra jurajurajura, hasta que la palabra se convierte en una masa sonora indefinida, sin el más pequeño resto de sentido, un ruido pastoso de borracho en un cerebro esponjoso… Así se duerme uno en una lección de geografía.
–Decías que detestabas las mayúsculas.
–¡Ah! ¡Qué terribles centinelas, las mayúsculas! Me parecía que se levantaban entre los nombres propios y yo para impedirme tratarlos. Toda palabra marcada con una mayúscula estaba condenada al olvido inmediato: ciudades, ríos, batallas, héroes, tratados, poetas, galaxias, teoremas, prohibido recordarlos a causa de una mayúscula petrificante. Alto ahí, exclamaba la mayúscula, no se cruza la puerta de este nombre, es demasiado propio, demasiado limpio, no se es digno de ello, ¡se es un cretino!
–¡Un cretino minúsculo!
Risa de ambos hermanos.
Y, más tarde, más de lo mismo con las lenguas extranjeras: no podía apartar la idea de que con ellas se decían cosas demasiado inteligentes para mí.
–Lo que te dispensaba de aprender tus listas de vocabulario.
–Las palabras en inglés eran tan volátiles como los nombres propios…
–…
–…
–En definitiva, siempre te andabas con cuentos.
Sí, es lo que hacen los zoquetes, se cuentan sin parar la historia de su zoquetería: soy nulo, nunca lo conseguiré, ni siquiera vale la pena intentarlo, está jodido de antemano, ya os lo había dicho, la escuela no es para mí… La escuela les parece un club muy cerrado cuya entrada se prohíben. Con la ayuda de algunos profesores, a veces.
–…
–…
Dos señores de cierta edad pasean a lo largo de un río. Al final de su paseo dan con un estanque rodeado de cañas y guijarros.
Bernard pregunta:
–¿Sigues siendo bueno para hacer que reboten?
Naturalmente, se plantea la cuestión de la causa original. ¿De dónde procedía mi zoquetería? Hijo de la burguesía de Estado, nacido en una familia amorosa, sin conflictos, rodeado de adultos responsables que me ayudaban a hacer los deberes… Padre, alumno de la escuela politécnica; madre, sus labores, sin divorcios, sin alcohólicos, sin malos humores, sin taras hereditarias; tres hermanos bachilleres (en mates, muy pronto dos ingenieros y un militar), ritmo familiar regular, alimentación sana, biblioteca en casa, entorno cultural acorde con el medio y la época (padre y madre nacidos antes de 1914): pintura hasta los impresionistas, poesía hasta Mallarmé, música hasta Debussy, novela rusa, el inevitable período Teilhard de Chardin, Joyce y Cioran por toda audacia… Charlas de mesa tranquilas, risueñas y cultas.
Y, sin embargo, un zoquete.
Tampoco puede obtenerse una explicación a partir de la historia familiar. Es una progresión social en tres generaciones gracias a la escuela laica, gratuita y obligatoria, un ascenso republicano, en suma, una victoria a la Jules Ferry… Otro Jules, el tío de mi padre, el Tío, Jules Pennacchioni, condujo hasta el certificado de estudios a los niños de Guargualé y PilaCanale, los pueblos corsos de la familia; se le deben generaciones de maestros, de carteros, de gendarmes y demás funcionarios de la Francia colonial o metropolitana… (tal vez también algunos bandidos, pero los habría convertido en lectores). El Tío, según dicen, obligaba a hacer dictados y ejercicios de también que era capaz de raptar a los niños obligados por sus padres a hacer novillos durante la recolección de las castañas. Los capturaba en el monte, se los llevaba a casa y avisaba al padre esclavista:
–Te devolveré a tu muchacho cuando tenga el certificado. Si es una leyenda, me gusta. No creo que pueda concebirse de otro modo el oficio de maestro. Todo lo malo que se dice de la escuela nos oculta el número de niños que ha salvado de las taras, los prejuicios, la altivez, la ignorancia, la estupidez, la codicia, la inmovilidad o el fatalismo de las familias.
Así era el Tío.
Y, sin embargo, tres generaciones más tarde, yo, ¡un zoquete!
Qué vergüenza para el Tío, de haberlo sabido… Afortunadamente, murió antes de verme nacer.
Mis antecedentes no solo me prohibían ser un zoquete, sino que, postrer representante de un linaje cada vez más diplomado, estaba socialmente programado para convertirme en el florón de la familia: alumno de la escuela politécnica o de la Normal, sin duda destinado al más alto funcionariado, al Tribunal de cuentas, o a un ministerio, vete a saber… No podía esperarse menos. Y, también, un matrimonio productivo con hijos destinados, desde la cuna, a ser admitidos en Louis-le-Grand y propulsados, así, hacia el trono del Elíseo o la dirección de un consorcio mundial de cosmética. La rutina del darwinismo social, la reproducción de las élites…
Pues bien, no; un zoquete.
Un zoquete sin fundamento histórico, sin razón sociológica, sin desamor: un zoquete en sí. Un zoquete arquetipo. Una unidad de medida.
¿Por qué?
Tal vez la respuesta yazca en la consulta de los psicólogos, pero no era todavía la época del psicólogo escolar contemplado como sustituto familiar. Se arreglaban con lo que tenían.
Bernard, por su lado, ofrecía su explicación:
buti.
–¿A los seis años? ¿El año de la a?
–Sí. Era un vertedero al aire libre, de hecho. Caíste desde lo alto de una pared. No recuerdo ya cuánto tiempo maceraste allí. Habías desaparecido, te buscaban por todas partes y tú te debatías allí dentro, bajo un sol que debía de acercarse a los sesenta grados. Prefiero no imaginar cómo debió de ser aquello.
La imagen del basurero, a fin de cuentas, se adecua bastante a esa sensación de desecho que experimenta el alumno que está perdido para la escuela. «Basurero» es, por lo demás, una palabra que he oído pronunciar varias veces para calificar esos antros privados, no concertados, que aceptan (¿y a qué precio?) recoger los desechos escolares. Viví allí de los doce a los dieciséis años, interno. Y de entre todos los profesores que tuve que soportar, cuatro me salvaron.
–Cuando te sacaron de aquel montón de basura, tuviste una septicemia; te pincharon con penicilina durante meses y meses. Te hacían un daño de todos los diablos, estabas acojonado. Cuando llegaba el enfermero, pasábamos horas buscándote por toda la casa. Un día te escondiste en un armario y se te cayó encima.
Miedo a la inyección, he aquí una elocuente metáfora: toda mi escolaridad huyendo de profesores a los que veía como Diafoirus, el personaje de Molière, armados con gigantescas jeringas y encargados de inocularme aquella quemazón espesa, la penicilina de los años cincuenta –que yo recuerdo muy bien–, una especie de plomo fundido que inyectaban en un cuerpo de niño.
En todo caso, así es, el miedo fue el gran tema de mi escolaridad: su cerrojo. Y la urgencia del profesor en que me convertí fue curar el miedo de mis peores alumnos para hacer saltar ese cerrojo, para que el saber tuviera una posibilidad de pasar.
Tuve un sueño. No un sueño de niño, un sueño de hoy, mientras escribo este libro. A decir verdad, justo después del anterior capítulo. Estoy sentado, en pijama, al borde de mi cama. Grandes cifras de plástico, como esas con las que juegan los niños pequeños, están diseminadas por la alfombra, delante de mí. Debo «poner en orden esas cifras». Es el enunciado. La operación me parece fácil, estoy contento. Me inclino y alargo los brazos hacia las cifras. Y advierto que mis manos han desaparecido. No hay ya manos al extremo de mi pijama. Las mangas están vacías. No es la desaparición de mis manos lo que me aterroriza, es no poder alcanzar esas cifras para ponerlas en orden, algo que habría sabido hacer.
Sin embargo, exteriormente, sin ser revoltoso, era un niño vivaz y juguetón. Hábil con las canicas y la taba, imbatible en el balón bruto, campeón del mundo con la almohada, me encantaba jugar. Más bien charlatán y risueño, bromista incluso, tenía amigos en todos los niveles de la clase, entre los zoquetes, claro, pero también entre los empollones; no tenía prejuicios. Más que nada, algunos profesores me reprochaban esta alegría. Suponía añadir la insolencia a la nulidad. La mínima cortesía exigible a un zoquete es ser discreto: lo ideal sería haber nacido muerto. Solo que mi vitalidad me era vital, si se me permite decirlo. El juego me salvaba de los pesares que me invadían en cuanto volvía a caer en mi vergüenza solitaria. Dios mío, la soledad del zoquete en su vergüenza por no hacer nunca lo debido. Y aquellas ganas de huir… Sentí muy pronto las ganas de huir. Pero ¿hacia dónde? Confusión. Huir de mí mismo, digamos, y sin embargo seguir siendo yo mismo. Pero en un yo que hubiera sido aceptable para los demás. Sin duda les debo a esas ganas de huir la extraña escritura que precedió a mi escritura. En vez de formar las letras del alfabeto, dibujaba pequeños monigotes que huían por el margen para constituir allí una pandilla. Sin embargo, al principio me aplicaba, trazaba las letras a trancas y barrancas, pero poco a poco las letras se metamorfoseaban por sí solas en aquellos pe
ahí, ideogramas de mi necesidad de vivir:
Todavía hoy utilizo estos monigotes en mis dedicatorias. Me resultan muy valiosos para abandonar la búsqueda de la distinguida sosería que uno debe escribir en la página de guarda de los ejemplares para la prensa. Permanezco fiel a la pandilla de mi infancia.
De adolescente, soñé con una pandilla más real. No era la época, no era mi medio, mi entorno no me daba la posibilidad de hacerlo, pero todavía hoy, lo digo resueltamente, si hubiera tenido la oportunidad de formar una pandilla, lo habría hecho. ¡Y con qué alegría! Mis compañeros de juego no me bastaban. Para ellos yo solo existía en el recreo; en clase me sentía comprometedor. ¡Ah!, fundirme en una pandilla donde la escolaridad no hubiera contado para nada, ¡qué sueño! ¿A qué se debe el atractivo de la pandilla? A poder disolverse en ella con la sensación de afirmarse. ¡La hermosa ilusión de la identidad! Todo para olvidar esa sensación de ser absolutamente ajeno al universo escolar, y huir de aquellas miradas de adulto desdén. ¡Son tan convergentes, esas miradas! Oponer un sentimiento de comunidad a esa perpetua soledad, un allá a este aquí, un territorio a esta prisión. Abandonar a toda costa la isla del zoquete, aunque fuera en un barco de piratas donde solo reinara la ley de los puños y que, en el mejor de los casos, llevara a la cárcel. Sentía a los demás, a los profesores, a los adultos, mucho más fuertes que yo, y de una fuerza mucho más aplastante que la de los puños, tan admitida, tan legal que a veces sentía una necesidad de venganza cercana a la obsesión. (Cuatro decenios más tarde, no me sorprendió escuchar la expresión «sentir odio» en boca de algunos adolescentes. Multiplicada por gran cantidad de nuevos factores, sociológicos, culturales, económicos, expresaba aún esa necesidad de venganza que tan familiar me había sido.) Afortunadamente, dillas, y yo no era de ninguna ciudad dormitorio. Fui pues, yo solo, una banda de jóvenes, como dice la canción de Renaud, una banda muy modesta, donde practicaba en solitario unas represalias más bien solapadas. Como, por ejemplo, el centenar de lenguas de buey que una noche cogí de las conservas de la cantina y que clavé en la puerta de un intendente porque nos las servía dos veces por semana y si no nos las habíamos comido volvíamos a encontrarlas en nuestros platos al día siguiente. O aquel arenque ahumado atado al tubo de escape del coche nuevo de un profesor de inglés (era un Ariane, lo recuerdo, con el lateral de los neumáticos blanco como los zapatos de un macarra…) y que inexplicablemente comenzó a heder a pescado asado hasta el punto de que, durante los primeros días, incluso su propietario apestaba a pescadilla cuando entraba en clase. O también aquellas treinta gallinas mangadas de las granjas cercanas a mi internado de montaña, para llenar la habitación del jefe de estudios durante todo el fin de semana que permanecí castigado por él. En qué magnífico gallinero se convirtió aquel cuchitril en solo tres días: cagajones y plumas pegadas, y paja para dar mayor autenticidad, y huevos rotos por todas partes, y el maíz generosamente servido por encima… ¡Por no hablar del olor! ¡Ah, qué hermosa fiesta cuando el supervisor, al abrir bobaliconamente la puerta de su habitación, liberó por los pasillos a las enloquecidas prisioneras que todos comenzaron a perseguir por su propia cuenta!
Fue un gesto idiota, claro, idiota, malvado, reprensible, imperdonable… y además ineficaz: el tipo de sevicia que no mejora el carácter del cuerpo docente… Sin embargo, me moriré sin conseguir arrepentirme de mis gallinas, de mi arenque, de los pobres bueyes con la lengua cortada. Con mis monigotes locos, formaban parte de mi pandilla.
Una constante pedagógica: con muy raras excepciones, al vengador solitario (o al follonero solapado, es una cuestión de puntos de vista) nunca se le denuncia. Si ha sido otro el que ha hecho la jugarreta, él tampoco lo denuncia. ¿Solidaridad? No estoy seguro. Más bien una especie de voluptuosidad al contemplar cómo la autoridad se agota en estériles investigaciones. Que todos los alumnos sean castigados –privados de esto o de aquello– hasta que el culpable confiese, no le conmueve. Muy al contrario. Por fin le proporcionan de ese modo la ocasión de sentirse parte integrante de la comunidad. Se une a todos para considerar «asqueroso» que se haga «pagar» a tantos «inocentes» por un solo «culpable». ¡Pasmosa sinceridad! A su modo de ver, el hecho de que él sea el culpable en cuestión no debe ya tenerse en cuenta. Al castigar a todo el mundo, la autoridad le ha permitido cambiar de registro: no nos encontramos ya en el orden de los hechos, que compete a la investigación, sino en el terreno de los principios; ahora bien, como buen adolescente, la equidad es un principio con el que no transige.
–¡Como no saben quién ha sido nos lo hacen pagar a todos, es asqueroso!
Que le traten de cobarde, de ladrón, de mentiroso o de lo que sea, que un atronador fiscal declare públicamente todo el desprecio que siente por los monstruos de su especie que «no tienen el valor de asumir sus actos», no le afecta en absoluto. En primer lugar, porque solo oye, en ello, la confirmade acuerdo con el fiscal (ese acuerdo secreto es, incluso, un raro placer: «Sí, tienes razón, soy tan malvado como dices, peor incluso, si supieras…»), y luego porque el valor de ir a colgar las tres sotanas del prefecto de disciplina en lo alto del pararrayos, por ejemplo, no lo ha tenido el fiscal, ni ningún alumno allí presente, salvo él, y solo él, en la noche más oscura, él en su nocturna y, en adelante, gloriosa soledad. Durante unas horas, las sotanas fueron para el colegio una negra bandera de piratas y nadie, nunca, sabrá quién izó aquel grotesco pabellón.
Y si acusan a alguien en su lugar él sigue callado, pues conoce a la gente y sabe muy bien (como Claudel, a quien, sin embargo, no leerá nunca) que «también se puede merecer la injusticia».
No se denuncia. Y es que ha encontrado justificación para su soledad y ha dejado, por fin, de tener miedo. No baja ya la mirada. Observadle, es el culpable de mirada cándida. Ha enterrado en su silencio aquel placer único: ¡Nadie lo sabrá nunca! Cuando te sientes de ninguna parte, tiendes a hacerte juramentos a ti mismo.
Pero lo que experimenta, por encima de todo, es la oscura alegría de haberse vuelto incomprensible para los ricachones del saber que le reprochan no comprender nada de nada. A fin de cuentas, ha descubierto una aptitud: dar miedo a quienes le asustaban; goza intensamente de ello. Nadie sabe de qué es capaz y eso está bien.
El origen de la delincuencia se encuentra en la secreta aplicación de todas las facultades de la inteligencia a la astucia.
10
Pero os llevaríais una falsa idea del alumno que yo era si os atuvierais solo a esas represalias clandestinas. (Además, lo de las tres sotanas no fue cosa mía.) El alegre zoquete que de noche urdía jugarretas vengativas, el invisible Zorro de los castigos infantiles; me gustaría poder limitarme a ese cromo, solo que yo era también –y sobre todo– un chiquillo dispuesto a todos los compromisos a cambio de una benevolente mirada de adulto. Mendigar a la chita callando el asentimiento de los profesores y agarrarme a todos los conformismos: sí, señor; sí, tiene usted razón… Eh, señor, que no soy tan tonto, tan malvado, tan decepcionante, tan… ¡Qué humillación cuando el otro me devolvía con una frase cortante a mi indignidad! O la abyecta sensación de felicidad cuando, por el contrario, me soltaba dos palabras vagamente amables que yo almacenaba de inmediato como un tesoro de humanidad… Cómo me apresuraba aquella misma noche a contárselo a mis padres: «He mantenido una buena conversación con el señor Fulano…». (Como si se tratara de mantener buenas conversaciones, debía de decirse, con razón, mi padre…)
Durante mucho tiempo llevé a mis espaldas el rastro de esta vergüenza.
El odio y la necesidad de afecto habían hecho presa en mí desde mis primeros fracasos. Se trataba de domesticar al ogro escolar. Hacer cualquier cosa para que no me devorara el corazón. Colaborar, por ejemplo, en el regalo de cumpleaños de aquel profesor de sexto que, sin embargo, calificaba negaperatura es cada vez más baja!». Devanarme los sesos para elegir lo que realmente le gustaría a aquel cabrón, organizar la colecta entre los alumnos y poner yo mismo lo que faltara, dado que el precio de la horrenda maravilla superaba lo recolectado.
Por aquel entonces había cajas de caudales en las casas burguesas. Comencé a chapucear en la de mis padres para participar en el regalo de mi torturador. Era una de aquellas pequeñas cajas de caudales oscuras y rechonchas, donde duermen los secretos familiares. Una llave, una combinación de cifras, otra de letras. Sabía dónde guardaban las llaves mis padres pero necesité varias noches para encontrar la combinación. Ruedecita, llave, puerta cerrada. Ruedecita, llave, puerta cerrada. Puerta cerrada. Puerta cerrada. Te dices que no vas a conseguirlo nunca. Y de pronto, clic, ¡la puerta se abre! Te quedas de piedra. Una puerta abierta al mundo secreto de los adultos. Secretos muy prudentes, en este caso: algunas obligaciones, supongo, títulos del empréstito ruso que dormían allí a la espera de su resurrección, la pistola de ordenanza de un tío abuelo con el cargador lleno pero con el percutor limado, y dinero también, no mucho, algunos billetes de los que tomé lo necesario para financiar el regalo.
Robar para comprar el afecto de los adultos… No era exactamente un robo y evidentemente no compró afecto alguno. El chanchullo quedó al descubierto cuando, aquel mismo año, regalé a mi madre uno de aquellos horrendos jardines japoneses que estaban de moda por aquel entonces y que costaban un ojo de la cara.
El acontecimiento tuvo tres consecuencias: mi madre lloró (lo que era raro), convencida de haber dado a luz a un reventador de cajas fuertes (el único terreno en el que su benjamín manifestaba una indiscutible precocidad), me metieron en un internado y durante el resto de mi vida he sido incapaz de mangar nada de nada, ni siquiera cuando el hurto se puso culturalmente de moda entre los jóvenes de mi generación.
11
A todos los que hoy imputan la constitución de bandas solo al fenómeno de las banlieues, de los suburbios, les digo: tenéis razón, sí, el paro, sí, la concentración de los excluidos, sí, las agrupaciones étnicas, sí, la tiranía de las marcas, la familia monoparental, sí, el desarrollo de una economía paralela y los chanchullos de todo tipo, sí, sí, sí… Pero guardémonos mucho de subestimar lo único sobre lo que podemos actuar personalmente y que además data de la noche de los tiempos pedagógicos: la soledad y la vergüenza del alumno que no comprende, perdido en un mundo donde todos los demás comprenden.
Solo nosotros podemos sacarlo de aquella cárcel, estemos o no formados para ello.
Los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor– no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más… Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida.
12
Hurgo en el montón de mis viejos papeles buscando mis boletines escolares y mis diplomas, y doy con una carta conservada por mi madre. Está fechada en febrero de 1959.
Hacía tres meses que yo había cumplido los catorce años. Le escribía desde mi primer internado:
Mi querida mamá:
También yo he visto mis notas, me siento asqueado, estoy arto [sic], cuando has llegado a estudiar 2 h enteras sin parar para conseguir un 1 en una tarea de álgebra que tú crehías [sic] buena hay motivo para estar desalentado, portanto [sic] lo e dejado [sic] todo para repasar mis exámenes y mi 4 en aplicación explica sin duda el repaso de mi examen de geología durante la claze [sic] de mates, [etc.]
No soy lo bastante inteligente y trabajador para continuar mis estudios. No me interesa, me agarra dolor de cabesa [sicsicsicsic] nada en ortografía, ¿qué queda pues?
Marie-Thé, peluquera de nuestro pueblo –La Colle-surLoup–, mayor que yo y amiga mía desde mi primera infancia, me decía recientemente que mi madre, sincerándose bajo el secador, le había hablado de su inquietud por mi porvenir, algo aliviada, decía, tras haber obtenido de mis hermanos la promesa de que se ocuparían de mí cuando ella y mi padre faltaran.
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