Los diez descubrimientos científicos que cambiaron la visión del mundo.
La ciencia es un universo fascinante lleno de sorpresas. Un territorio donde reina la aventura del conocimiento y los descubrimientos constituyen pilares esenciales para el progreso humano. Éste es el hilo conductor que guía al profesor Lozano Leyva -uno de los físicos más prestigiosos del país- en su afán por acercarnos diez hallazgos científicos de la historia con un lenguaje accesible y lleno de guiños inteligentes. De la posibilidad de vida extraterrestre tomando como principio las condiciones que facilitaron la vida en la Tierra a las estrellas y su movimiento; de la piedra Rosetta -aquella que la expedición napoleónica encontró en Egipto y cuyos jeroglíficos descifró Champollion- a la colección de microscopios de Van Leeuwenhoek, esencial para el avance de la medicina; de la genética moderna a la sorprendente historia del «cero» y su influencia en la psicología, el arte, la matemática y la fi losofía, Lozano Leyva ha escrito un libro apasionante, lleno de ideas y sugerencias que hará las delicias de cualquier aficionado a la ciencia y sus misterios.
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Las galaxias
(Los ladrillos del universo)
Si al cielo nocturno, visto desde una ciudad, no lo alegra la Luna, es anodino. Apenas podremos vislumbrar unos cientos de estrellas en una noche clara. Si fuéramos a alta mar, a una montaña o a un desierto, la bóveda celestial de noche nos sobrecogería. Sepa ya el lector que todo lo que se ve en el cielo, salvo los planetas, es lo que parece: estrellas. Pero hay otra excepción más; hay una manchita borrosa y que parece muy lejana que no es una estrella, sino una galaxia completa que se llama Andrómeda. Éste será el cabo del hilo de Ariadna que nos guiará por el laberinto universal. Tirando de él, descubriremos que todas las estrellas que vemos pertenecen a una galaxia llamada Vía Láctea, y que Andrómeda es otro conjunto de cientos de miles de millones de estrellas. Además de estas dos, ¿cuántas galaxias más hay en el conjunto del universo? Vayamos poco a poco, pero no se aturda el lector en ningún momento por los números y las dimensiones de este capítulo. Al final descubrirá una simplicidad y belleza sin parangón.
Los antiguos, nuestros ancestros desde Adán hasta que se empezaron a iluminar las calles, estaban tan familiarizados con las estrellas como los ciudadanos con los barrios de su ciudad o los campesinos con los accidentes del terreno de su entorno. Asociaron formas mágicas a muchos grupos de estrellas, llamándolos constelaciones, y relacionaron el movimiento de la Tierra con el desfile de aquéllas a lo largo del año. Establecían así cosas tan útiles como el calendario.
Si escudriñaban el cielo a simple vista pero con infinita paciencia y durante infinidad de noches, llegaban a varias conclusiones. El
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cielo, salvo los pocos objetos que se movían, era inalterable. En torno a la Tierra giraban, obviamente, el Sol y la Luna, pero también, aunque su movimiento fuera engañoso, había cinco estrellas errantes que surcaban los cielos siguiendo caminos que formaban raros bucles. Eran los planetas, y no fue difícil dilucidar que esas trayectorias tan raras eran círculos trazados alrededor de otros círculos más amplios con la Tierra en el centro. Por supuesto, también aparecían de vez en cuando los llamados cometas y unas estrellas efímeras que duraban sólo unos meses. Entonces se llamaban novas y hoy día las denominamos explosiones supernovas. Pero aquéllas, igual que las aparentes manchas solares, las interpretaban como nubecillas en las capas altas de la atmósfera terrestre. Tan arraigadas estaban estas creencias que quien osara dudar de ellas, aunque fuera con tanto convencimiento como Galileo, que simplemente veía con sus pequeños telescopios que la naturaleza de esas «nubecillas» era otra muy distinta, podía tener problemas tan serios como acabar en la hoguera.
Las estrellas fijas
El lector se habrá percatado de que el párrafo anterior no es más que un resumen brevísimo del modelo celeste predominante desde las culturas antiguas hasta el Renacimiento. Los egipcios, los mesopotámicos, los griegos, los mayas, los hindúes, los chinos, etcétera, estaban de acuerdo con que el universo era eso: ocho cuerpos fundamentales y una miríada de estrellas fijas como fondo. Dicho modelo se refinó con gran exquisitez. Por ejemplo, midiendo con instrumentos cada vez más ingeniosos y precisos, haciéndolo con una paciencia y tesón infinitos, luchando con valentía sin par contra poderes fácticos e ignorancia ilimitados, se llegó al convencimiento de que era en torno al Sol como giraban los planetas, que sus órbitas no eran circulares sino elípticas, y muchas cosas más, a cuál más fascinante. Pero el firmamento seguía siendo eso: el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas fijas.
¿Cómo de fijas estaban las estrellas? Totalmente fijas. Cierto es que a lo largo de los siglos se detectaron algunas variaciones en las medidas observadas por los antiguos, pero los ilustrados del xviii, una vez que descubrieron las leyes de la mecánica celeste, con la ley de gravitación universal de Newton reinando entre ellas, explicaron esas pequeñas diferencias: la Tierra precesionaba cuan peonza y aquellas variaciones eran debidas a esto y no a que las estrellas tuvieran movimiento alguno.
Piense el lector en lo siguiente. John Herschel, de cuyo padre nos ocuparemos más adelante, llegó a ser considerado en su época la máxima autoridad mundial en el conocimiento del universo; escribió un libro de divulgación que se llamaba Tratado de astronomía; las nueve décimas partes del libro trataban del Sol, los planetas y los cometas; sólo un capítulo estaba dedicado a las estrellas. El libro se publicó en 1833, cuando los telescopios ya eran grandiosos, la astronomía una de las grandes ciencias, los planetas descubiertos se acercaban a su totalidad, etcétera. Hasta anteayer, como quien dice, las estrellas eran demasiado remotas y tan estáticas que apenas despertaban el interés de los astrónomos. Más interés ponían en ellas los marinos para orientarse que los científicos para saciar su curiosidad.
Observe el lector los dos dibujos de la figura 1.1. Uno es el modelo con la Tierra en el centro y el otro uno copernicano: los dos coinciden en considerar las estrellas poco interesantes.
Figura 1.1. Dibujo del siglo xv que muestra la Tierra en el centro y los planetas y el Sol orbitando en torno a ella según Ptolomeo (izquierda) y según Tycho Brahe un siglo después (derecha).
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Figura 1.2. Frontispicio de un manuscrito del siglo xiv representando una alegoría de El sueño de Escipión.
¿Y la Vía Láctea? Que las estrellas estuvieran fijas podía no sorprender, pero aquel espléndido manchurrón blanquecino, ¿no sería una agrupación de estrellas? ¿A qué se debería? Curiosamente, a la primera pregunta se respondió acertadamente antes de que se inventara el telescopio. Fíjese el lector en la figura 1.2 que le propongo, que es más deliciosa que los dibujos anteriores.
Es el frontispicio de un manuscrito del siglo xiv cuyo autor,
Macrobius, comenta la obra de Cicerón El sueño de Escipión. En el centro, por supuesto, está la Tierra, y ésta, como debe ser, está representada por los edificios principales de Roma y Cartago. Después se representan las órbitas de la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte y Júpiter. Al fondo, como era natural, se ve la bóveda de estrellas fijas. Por aquí y por allá aparecen almas soñadas por Escipión, que duerme al fondo plácidamente. Pero ¿qué es y qué contiene la franja elíptica que envuelve todo? La Vía Láctea formada por estrellas. Por más que hoy día estemos tan acostumbrados a esto (¿lo estamos?), considerar la Vía Láctea como una inmensa concentración de estrellas no deja de ser una magnífica intuición. Por supuesto, en cuanto Galileo apuntó con su telescopio al cielo, esta intuición se confirmó. Además, conforme el toscano iba construyendo telescopios más potentes, reafirmaba que el número de estrellas que formaban el firmamento era inmenso, pero el que se agrupaba en la Vía Láctea parecía muchísimo mayor. Muy bien, pero aquello siguió sin despertar mayor interés hasta el siglo xix. O casi.
Newton y Bentley: primera discordia
La ciencia y la religión han estado y estarán siempre enfrentadas. No puede ser de otra manera, porque una trata de desvelar los secretos de la naturaleza a base de preguntas, o sea, haciendo experimentos y observaciones, y la otra construyendo argumentos desgajados de uno o varios dogmas. Tan antagónicas son que, aun cuando se tratan con amabilidad, no llegan juntas a ningún resultado interesante. Un teólogo joven y listo, Richard Bentley, se vio en la obligación de dar una serie de sermones, que hoy llamaríamos curso de posgrado, sobre la compatibilidad de ciencia y religión. Cada año me proponen participar en cosas así y siempre rehúso, pero en 1692 y entre eclesiásticos las cosas eran diferentes.
Para preparar sus charlas, el clérigo, lo cual le honra sobremanera, se agenció nada menos que los Principia de Newton. Sabía que el insigne profesor de Cambridge tenía escrito allí lo más grande que se podía decir de la naturaleza desde el punto de vista científico. Además,
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le habían llegado noticias de que aquel libro estaba causando tanto furor en Europa que era un auténtico best seller. Se vendía por cientos. En cuanto Bentley lo abrió, su entusiasmo se esfumó: no entendía absolutamente nada. El lenguaje usado se basaba más en las matemáticas y la geometría que en el latín. Pero el joven, además de culto, era osado. Le escribiría a su autor para que le explicara algunas cosas de viva voz. La osadía era porque sabía que Isaac Newton era tan huraño que podía ser extraordinariamente desagradable. Bentley no sólo no se arredró, sino que puso a Newton en un brete.
Antes de narrar el encuentro entre Bentley y Newton, he de contarle al lector los dos prejuicios en que estaban instalados el teólogo audaz y el insigne físico.
René Descartes sostenía que Dios creó el universo, lo puso en movimiento y se desentendió de su obra, idea cartesiana que Bentley pretendía refutar. ¿Por qué? Pues porque no le gustaba, ya que sonaba a herejía.
Newton, por su parte, y siguiendo una tradición de unos dos mil años, nunca escribió la palabra «estrella» sola, sino que la acompañaba de «fija»: fixa stella. Ni se le ocurrió pensar en dos cosas que se desprendían directamente de sus más gloriosos descubrimientos. Si su ley de gravitación era de verdad universal, las estrellas tenían que moverse, porque la fuerza de la gravedad actuaba allí donde había algo que tuviera masa (todo en aquel entonces) y, por tanto, puesto que el efecto de una fuerza es el movimiento, las estrellas no podían estar fijas. Por otro lado, Newton fue de los primeros en averiguar que las distancias entre las estrellas eran enormes. Objetos tan lejanos, por rápido que se movieran, apenas mostrarían un cambio en sus posiciones. O sea, que Newton bien podía haber pensado que las fixae stellae no estaban tan fijas, sino que así nos lo parecía, con toda lógica, debido a la lejanía. Pues ni con ésas: en las decenas de kilos de papeles que llevaba escritos hasta entonces, Newton jamás puso en cuestión que las estrellas no estuvieran fijas.
La primera pregunta de Bentley a Newton, en un intento de refutar a Descartes, fue qué pasaría si la materia se hubiera dispersado uniformemente en el espacio infinito y después se la hubiera dejado moverse libremente por la acción de la atracción gravitatoria.
Newton, mirándolo como águila que escruta a su presa, le exigió precisión al clérigo: «¿Se refiere usted a una distribución más o menos uniforme o perfectamente uniforme?». «Pues…» «Pues si la distribución de cuerpos materiales es más o menos uniforme, la gravedad actuaría agrandando las zonas de mayor concentración, a modo de condensación, dando lugar a cuerpos diferentes y cada vez mayores aquí y allá. Y todos de forma esférica. La otra posibilidad daría lugar a un equilibrio, pero un universo formado por estrellas exactamente iguales y perfectamente uniforme es tan improbable como mantener infinitas agujas de punta sobre un cristal infinitamente grande.» «¡Ajá! Entonces, si su ley de gravitación hace mover las estrellas, ¿por qué siempre se refiere usted a ellas como estrellas fijas? ¿Por qué parece que en la Vía Láctea se agrupan más que en otras zonas del cielo?» «Joven, en este preciso instante me deja usted en paz.»
Pero a Newton, curiosamente, le habían impresionado los argumentos de Bentley, por lo que mantuvo con él cierto intercambio epistolar. La solución que dio Newton fue sorprendente. Al principio, la Providencia creó una infinidad de estrellas fijas distribuidas casi uniformemente; con el tiempo, la falta de perfección provocó que las estrellas se movieran en virtud de la ley de gravitación universal; pero cuando el movimiento ya amenazaba con destruir el orden inicial, Dios intervino de nuevo restituyéndolo, o sea, apaciguándolo todo. Así, Newton llegó al concepto de Dios como un gran relojero que mantenía la maquinaria en perfectas condiciones ajustándola de vez en cuando.1 El clérigo se quedó muy contento, pero muchos otros científicos, como el gran enemigo de Newton, Leibniz, lo zahirieron de mil maneras, a cuál más cruel y sensata. Pero tanto unos como otros, a los que se añadió el filósofo Kant, tuvieron que admitir que lo de las estrellas fijas y la Vía Láctea no lo entendían, y que meter a Dios por medio lo que hacía era embarullar aún más las cosas. Y así, para no aburrir al lector con las lucubraciones que se hicieron en el Siglo de las Luces, por deliciosas que
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sean muchas de ellas, llegamos a William Herschel. No me resisto a hacer una disquisición sobre este personaje, porque estoy seguro de que al lector le va a resultar simpático e interesante.
Los grandes telescopios de Herschel
William Herschel (1738-1822) pasó a la historia como inglés, pero era alemán y su nombre de pila era Friedrich Wilhelm. Y es que, cosas de las guerras, Herschel llegó a Inglaterra como refugiado en 1757 (con diecinueve años) después de la guerra de los Siete Años, que ganaron los franceses. ¿Tan terrible había sido el comportamiento del zagal en la guerra para que al final tuviera que exiliarse? Desde los catorce años, que se fue con su padre a la banda de la Guardia Hannoveriana, lo único de provecho que hizo Herschel fue tocar el fiscorno, trompetón de llaves y pistones muy usado en las agrupaciones musicales militares.
En cuanto llegó a Inglaterra, tanto el chaval como su padre se buscaron la vida copiando partituras. Formaban una pareja curiosa, porque el adusto músico militar adoraba a su hijo y amaba la música de verdad, por lo que estudiaba su teoría sin descanso. William (ya con su nombre anglicanizado), además de la afición por la música y el estudio, tenía un carácter mucho más inquieto que su padre y se entusiasmaba por casi todo. Así, harto de copiar solfeo, empezó a dar clases de música, a tocar cualquier instrumento donde hiciera falta y a componer. No tardó mucho en conseguir un puesto envidiable: organista de una de las capillas de moda de Bath, la Octagon.
El joven consiguió fama y dinero, pero su padre seguía siendo su ídolo. Y como éste continuaba dedicado a la armonía y la teoría musical, al hijo le dio por estudiar los libros del padre, en particular el Harmonics de Robert Smith, libro tan profundo y bien escrito que invitó al vivaz William a leer otro del mismo autor, Optics, pues al fin y al cabo los sonidos y la luz son ondas propagándose en medios distintos. Más o menos. De la óptica a los telescopios no hubo más que un paso, porque Herschel, además de buen hijo, magnífico músico y estudiante entusiasta, era un romántico que pasaba eternidades mirando a las estrellas.
Tanto le gustaban las estrellas a William que pensó en comprarse un telescopio. Pero ¿para qué? ¿Para observar la Luna y los planetas como llevaban haciendo los astrónomos durante los últimos tres mil años? Ni hablar, él quería escudriñar los astros. Si todos decían que no tenían interés, a lo mejor era porque sus telescopios no eran suficientemente potentes. O sea, que si se quería divertir de verdad mirando al cielo por la noche, tenía que construir telescopios tan buenos y grandes como jamás hubieran soñado los excelsos astrónomos reales: los del Observatorio de Greenwich. ¿Quién dijo miedo? ¿A qué iba a temer un muchacho que se había enfrentado en el campo de batalla a los cañones, fusiles y bayonetas del enemigo, por ese orden, a trompetazo limpio?
Los primeros espejos que construyó Herschel eran metálicos, en concreto de aleaciones raras de cobre, estaño y antimonio, pero pronto se oxidaban, se agrietaban y se arrugaban. Continuó probando aleaciones y dejándose el dinero en todas las fundiciones locales. Por fin consiguió un espejo (y unas lentes para los oculares también fabricadas por él) que, una vez montado apropiadamente, llegaba a los seis mil quinientos aumentos con una nitidez sorprendente. En aquel entonces era el mejor telescopio del mundo.
Herschel empezó a ganar dinero vendiendo sus telescopios y a observar las estrellas fijas las noches que la Luna y las nubes se lo permitían. Pronto necesitó ayuda, y de Hannover acudieron solícitos su hermano y, lo que fue para él un milagro durante toda su vida, su hermana Caroline.
Lo que Herschel empezó a hacer fue contar estrellas en todas direcciones, o sea, que inventó la estadística estelar. Pero de tanto escrutar todos los rincones del cielo, ocurrió lo que tenía que ocurrir por más que a él no le interesara el sistema solar: encontró un nuevo planeta, Urano.
Desde tiempos inmemoriales, no se había descubierto una estrella errante, un planeta, por lo que Herschel se hizo famoso de la noche a la mañana. El mayor descubrimiento astronómico de la historia no lo había hecho un astrónomo, sino… ¡un músico! Como eso
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Figura 1.3. William Herschel.
no podía ser, lo que hicieron los astrónomos consagrados fue convertir a Herschel en astrónomo oficial tan de repente como descubrió Urano. Así pues, el trompetista militar no fue científico profesional hasta los cuarenta y tres años de edad que tenía en 1781.
En cuanto Herschel apuntó bien a infinidad de estrellas con sus grandiosos telescopios, lo segundo que descubrió fue que muchas de las que parecían borrosas, que por eso las llamaban nebulosas, en realidad eran acumulaciones de estrellas. O sea, miríadas de estrellas unidas por la gravedad y, quizá, inmersas en un fluido luminoso. Herschel se fue convenciendo poco a poco de que aquellas agrupaciones estelares podían estar muy alejadas y ser inmensas. Empezó a llamarlas universos-islas. Eran lo que hoy conocemos como galaxias. Y la Vía Láctea a lo mejor era uno de esos cúmulos bien diferenciados de otros. Para mantener cierta tradición, Herschel denominó a esas agrupaciones nebulosas y cúmulos, distinguiéndose en que las primeras tenían varias formas y una concentración tenue de estrellas y los segundos parecían esféricos y de mayor densidad estelar.
Aquello tenía unas implicaciones grandiosas. Por lo pronto, quizá Descartes llevaba razón, en el sentido de que si el universo fue en algún momento creado de manera uniforme, esa uniformidad no era perfecta, y en las ligeras inhomogeneidades debieron de irse acumulando estrellas atraídas por la gravedad. Introducía así nada menos que la evolución temporal del universo, que después sería esencial a la hora de establecer una cosmogonía o cosmología científica, o sea, la parte de la astronomía que se ocupa de las leyes generales del origen y evolución del universo.
Herschel seguía observando nebulosas lejanas con gran tesón por las noches y construyendo telescopios de día. El mayor apoyo que tenía era Caroline, que hasta le daba de comer por las noches cuando él tenía las manos ocupadas manteniendo ajustado el telescopio. Tanta fue la ayuda que le prestó su hermana que la Astronomical Society reconoció su labor otorgándole la medalla de oro, porque incluso cuando su hermano William murió, siguió completando su catálogo de nebulosas y cúmulos estelares. De esa insigne mujer apenas se conservan imágenes salvo una silueta en su juventud y varios retratos en su vejez.
Algunos coetáneos de William pensaron que, con tanta observación, pertinazmente soltero y siempre atendido por su hermana, debía de ser más bien misógino o algo así. Lo que le pasaba era que estaba enamorado de la mujer de un amigo y vecino suyo. Pero el astrónomo era tan formal, que hasta que no se murió aquél no le tiró los tejos a la viuda. Se casaron en 1788 y vivieron muy felices, tanto, que William fue encontrando poco a poco los placeres de pasar las noches en casa y en la cama en lugar de dejándose las pestañas en los
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telescopios. Pero para la astronomía hizo todavía dos cosas buenas: ayudar a Caroline, devolviéndole así el favor que le había hecho durante años, e inculcarle a su hijo John (que tuvo a la edad de cincuenta y tres años) la pasión por la observación de las nebulosas y la construcción de telescopios.
John Herschel fue tan famoso en su época que se decía (y a menudo se comprobaba) que si se le escribía una carta con «Londres» como única dirección debajo de su nombre, le llegaba con toda seguridad. Lo hicieron noble en 1838, y se convirtió en el cien tífico oficial más poderoso de aquella sociedad prácticamente victoriana.
Aparte de las nebulosas y los cúmulos estelares, el padre de John había descubierto una propiedad muy curiosa (y tierna) de las estrellas: tendían a emparejarse. Las estrellas dobles, que así se llamaban las parejas, eran tan abundantes que hoy sabemos que constituyen casi la mitad de la población estelar. El hijo quiso completar el estudio de estos sistemas dobles que empezó el padre y catalogó 380 más que éste. Pero también seguía escrutando los cúmulos y las nebulosas con pasión pareja a la de su progenitor.
John Herschel era el astrónomo que poseía los mejores telescopios del mundo, porque su padre los hizo y le enseñó cómo hacerlos. Este monopolio lo utilizó de la manera más apropiada que imaginó: apuntando sus telescopios al cielo del hemisferio sur, el que su padre jamás observó. Se fue a Sudáfrica, y en las afueras de Ciudad del Cabo instaló un magnífico telescopio de
Figura 1.5. Observatorio instalado bajo la dirección de John Herschel en las cercanías de Ciudad del Cabo, Sudáfrica.
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Figura 1.6. El telescopio Leviatán de William Parsons construido en los alrededores de su castillo, Parsonstown en el interior de Irlanda.
más de siete metros de largo con espejos de un metro de diámetro (véase la figura 1.5).
A pesar de no contar con la magnífica ayuda que en Inglaterra le prestaba su tía Caroline, John Herschel hizo un espléndido catálogo de nebulosas y cúmulos estelares del cielo sureño. En total, Herschel catalogó unas 1.700 nebulosas y cúmulos y unas 2.100 estrellas dobles.
El monopolio de Herschel de los grandes telescopios reflectores terminó poco después de su regreso a Inglaterra, cuando se construyó el famoso Leviatán, uno de los más portentosos instrumentos de la época. Era un telescopio cuyos espejos medían dos metros y pesaban cuatro toneladas (véase la figura 1.6).
En febrero de 1845, el Leviatán dio las primeras imágenes. Observe el lector las tres figuras de la página siguiente.
Figura 1.7. Nebulosa M51 dibujada por John Herschel en 1828 (izquieda), en un dibujo de 1845 (arriba) y en una fotografía moderna (derecha).
Se trata de la nebulosa que William Herschel catalogó con el nombre M51 tal como la vio él, como se dibujó tras observarse con el Leviatán y fotografiada con un telescopio moderno. ¿Qué era aquello? ¿A qué se debía esa estructura espiral? ¿Eran todas las nebulosas sistemas parecidos a ése? ¿Cuántos había? Más que de estrellas fijas, parecía que el fondo estrellado bien pudiera estar formado por esas agrupaciones extrañas. ¿Cuántas estrellas contendrían cada una de ellas?
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¿Y la Vía Láctea? William Herschel estaba convencido de que el efecto luminoso del Camino de Santiago era debido a que el Sol, y por tanto también nosotros, estábamos inmersos en una capa de innumerables estrellas. Su hijo John insistió en esta interpretación, porque era lo que se desprendía del hecho de que también desde el hemisferio sur se observara la Vía Láctea.
Así pues, a las puertas del siglo xx, no se sabía cuál era, ni siquiera de manera aproximada, la estructura del universo, si bien se intuía que ése era el problema y que su dilucidación iba a abrir unas perspectivas hasta entonces inconcebibles. ¿Se trataba de construir telescopios cada vez más grandes? Por lo que se sabía en aquel entonces, con telescopios más portentosos seguramente se encontra rían más y más nebulosas que engrosarían los catálogos, pero continuaría ignorándose su naturaleza y muchas de sus intimidades. Y es que las cuestiones fundamentales eran a qué distancias estaban de nosotros esas nebulosas y qué tamaño tenía nuestra Vía Láctea. En definitiva, había que medir a qué distancias estaban ciertos objetos sin conocer sus tamaños típicos, lo cual era muy difícil. El universo bien podía consistir en un plato de estrellas, la Vía Láctea, con nebulosas, cúmulos y estrellas sueltas por encima y por debajo del plato. Es decir, una esfera con un plano que pasara por el centro cuajado de estrellas y los demás objetos distribuidos dentro de la bola de manera más o menos uniforme pero con una densidad mucho menor que en el disco central. Y todo estaría ligado por la atracción gravitatoria universal. Se trataba de un bonito universo y todo apuntaba en esa dirección, pero también podía ser de una naturaleza muy diferente.
Las cefeidas o el ingenio y la paciencia de una mujer
Del atolladero nos sacó una mujer admirable: Henrietta Leavitt. El papel de las mujeres en astronomía ha sido quizá uno de los más relevantes de los que han desempeñado en las ciencias. La discriminación que sufrían en este campo era mayor que en otros por lo mal visto que estaba que una mujer como Dios manda pasara muchas y largas noches fuera de casa. Por eso, a lo que destinaban a las pocas mujeres a las que les daba por la astronomía era a examinar las fotografías que tomaban los señores astrónomos de noche. Puede imaginar el lector que ésa era la más tediosa y menos gratificante de todas las tareas astronómicas. Pero justo por eso, porque la infinita paciencia que derrocharon una serie de mujeres era lo que necesitaba la astronomía en determinados momentos para avanzar, muchos de los mejores hallazgos se los debemos a astrónomas tenaces y pacientes.
Situémonos en los albores del siglo xx. En Harvard, pusieron a Henrietta Leavitt a escudriñar las fotografías de estrellas de brillo variable de la Nube Pequeña de Magallanes que se obtenían en el observatorio del hemisferio sur, que tenía la universidad en Perú. Las estrellas variables se conocían desde hacía mucho tiempo, pero no se sabía casi nada de ellas por varias razones. En primer lugar, porque medir la diferencia entre el brillo máximo y el mínimo que presentaban esas estrellas exigía instrumentos muy precisos, sobre todo cámaras fotográficas cuyas lentes fueran de máxima calidad óptica y películas de muy alta sensibilidad. En segundo lugar, porque el tiempo transcurrido entre dos momentos de igual brillo, por ejemplo dos máximos, el periodo de la estrella, era también difícil de determinar, porque variaba mucho de unas estrellas a otras: podía ir desde unos pocos días hasta meses. Y así, todo eran dificultades, pero Henrietta Leavitt, con una paciencia infinita, estudió todas las estrellas variables que pudo de la Nube Pequeña de Magallanes.
¿Qué es esta nube? O mejor, estas nubes, porque si hay una pequeña, habrá una grande, ¿no? Efectivamente, las dos nubes de Magallanes son concentraciones de estrellas y polvo de formas irregu lares (nebulosas) que parecía como si estuvieran desgajadas del Camino de Santiago, nuestra Vía Láctea. Estas nubes se conocían desde la antigüedad, pero fue Magallanes quien mejor las describió en 1516 durante su infausto periplo.
Leavitt, en 1908, publicó un listado de 1.777 estrellas variables de la Nube Pequeña y con dieciséis de ellas hizo algo espléndido: determinó su periodo observando que en todas ellas se cumplía que cuanto más largo era el periodo, mayor era el brillo máximo que alcanzaba la estrella. ¿Tan difícil y tan importante es esto? Por lo pron
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to, para evaluar la dificultad, el lector debe saber que para escudriñar fotografías con gran paciencia y tesón, porque Leavitt estaba muy animada, tardó cuatro años en pasar de aquellos dieciséis periodos de estrellas variables a veinticinco. Y confirmar así que no había excepciones en la regla de que a mayor periodo, mayor luminosidad.
La importancia de este descubrimiento la puede deducir el lector considerando lo siguiente: va perdido por el campo de noche y ve a lo lejos dos luces artificiales. Dos bombillas. Una brilla más que la otra. Se alegra, pero inmediatamente duda hacia dónde dirigirse porque no sabe cuál es la que está más cerca. (Una bombilla de 100 vatios a cierta distancia brilla más que una de 40 vatios que esté más cercana a nosotros.) La luminosidad de una fuente de luz disminuye con la distancia a razón del cuadrado de ésta. Si tenemos un fotómetro, sabremos cuánta luminosidad nos llega, pero, si no sabemos cuánta emite cada bombilla, seguiremos sin saber a qué distancia están. Ahora vamos a suponer que las bombillas que vemos son del tipo de las estrellas variables que descubrió Leavitt, que, por cierto, se llaman cefeidas por razones históricas.2 O sea, que las bombillas brillan intermitentemente y sabemos que sus luminosidades son proporcionales al tiempo que transcurre entre dos destellos. Ya está: contamos los segundos que pasan entre dos encendidos y calculamos así cuánta luz emite (por ejemplo, si una bombilla del paréntesis anterior tarda un segundo en destellar y la otra dos y medio, ya sabemos que la primera es la de 40 vatios y la otra la de 100, o al menos que sus potencias están en esa relación); con nuestro fotómetro medimos cuánta luz nos llega; aplicamos la regla del inverso al cuadrado de la distancia y averiguamos así a qué distancia está cada bombilla.
Todos los astrónomos del mundo se percataron de la importancia del descubrimiento de Henrietta Leavitt, porque lo que había que hacer para averiguar las distancias que nos separan de las nebulosas era descubrir estrellas cefeidas en ellas y medir su periodo. Pero esto se basa en una suposición y tiene dos problemas. La suposición es que las propiedades de las cefeidas son las mismas estén donde es
2. De la primera estrella de brillo variable que se tuvo noticia fue la llamada Delta Cephei, descubierta por John Goodricke en 1784.
tén. O sea, que las que catalogó Leavitt de la Nube Pequeña de Magallanes son iguales que las de las nebulosas que catalogó Herschel que estaban por doquier. Esto no es difícil de aceptar, puesto que no hay razón para que una estrella de una determinada clase (no hay tanta variedad de estrellas como el lector quizá pueda imaginar) tenga propiedades distintas en diferentes entornos. El primer problema es que distinguir cefeidas en agrupaciones estelares lejanas es muy, pero que muy difícil. Piénsese que tenemos que diferenciar estrellas individuales, de propiedades tan especiales que no las hacen precisamente muy abundantes, entre millones de ellas inmersas en el polvo interestelar. (Es como descubrir en plena noche desde un avión que vuela muy alto las luces intermitentes de los coches en una gran ciudad.) Ya hablaremos de esto, pero adelantamos que lo de millones se refiere a centenares de miles de millones. Incluso un simple cúmulo globular, el número de estrellas típico que contiene es de cien mil. Muy buenos telescopios hemos de usar. Pero es que, además, las distancias que nos ofrecen las cefeidas son relativas. O sea, que con ellas podremos calcular las distancias entre las nebulosas en que estén y la Nube de Magallanes, ¿no? Tendríamos que encontrar cefeidas cercanas al Sol, en nuestra querida Vía Láctea, para calibrar distancias con ellas. Entonces intervino de manera relevante un norteamericano llamado Shapley.
¿Una galaxia o muchas?
Harlow Shapley, curiosamente, empezó siendo periodista, pero a los veintiséis años se puso a trabajar con el gran astrónomo Russell, en Princeton. Hay que ser muy entusiasta para empezar como estudiante de doctorado en un campo como la astronomía tan diferente al que uno se ha formado, el periodismo. A los treinta años, Shapley defendió una magnífica tesis doctoral sobre las órbitas de 90 estrellas dobles que giraban una en torno a la otra orientadas ambas de manera que, vistas desde la Tierra, se eclipsaban con cierta periodicidad. Esto, aunque parezca una curiosidad científica más, tiene gran importancia, porque permite calcular, entre otras muchas cosas, la masa
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de las estrellas aplicándoles las leyes de Newton. ¿Acaso no es interesante tener un método para pesar estrellas?
Shapley fue quien estableció la manera de calibrar distancias usando las estrellas cefeidas. Además, con una paciencia extraordinaria, aunque movido más por la ambición que en el caso de Henrietta Leavitt (¡hombres…!), estudió sin descanso placas fotográficas hasta encontrar cefeidas en los doce cúmulos globulares más cercanos. Para descubrirlas en los más lejanos, había que esperar a que los telescopios aumentaran en potencia y calidad para distinguirlas de las demás estrellas y el polvo interestelar. En esto, la formación inicial de Shapley le dio unos frutos insospechados. Escribía muy bien en los periódicos tanto de política científica como de divulgación de los últimos hallazgos astronómicos para el gran público. Pronto se convirtió en director del Departamento de Astronomía de Harvard y tuvo poder suficiente para obtener fondos con los que renovar los equipos experimentales para la observación astronómica. Y entonces llegó el popularmente famoso Gran Debate.
El Gran Debate fue tan pequeño que apenas puede ser llamado debate, a pesar de que haya pasado a la historia con ese nombre; al final del párrafo, quizá el lector esté de acuerdo en que tuvo algún sentido llamarlo así. Shapley imaginaba el universo como una (y sólo una) gran Galaxia, la Vía Láctea, con cierta forma espiral, un tamaño portentoso de unos 300.000 años luz, formada por centenares de millones de estrellas y polvo interestelar, aplanada por todas partes salvo por el centro, donde mostraba cierto abultamiento, y envuelta por cúmulos y nebulosas formados por miles de estrellas, algunas de ellas diseminadas por ahí, y estando todo el conjunto de objetos celestes contenido en una forma más o menos esférica. Podía ocurrir, incluso, que el Sol estuviera en el centro de este inmenso tinglado a modo de un nuevo copernicanismo. Aunque esto último Shapley se lo creía poco, tan poco que uno de los muchos frutos de sus esfuerzos que queda hoy fue la determinación relativamente aproximada del centro de la Vía Láctea y lo alejados que estamos de él.
La otra visión del mundo, por cierto mayoritaria en la comunidad astronómica, era la mantenida, por ejemplo, por uno de los astrónomos bien establecidos: Heber D. Curtis. Éste, y casi todos sus colegas, sostenía que las nebulosas espirales detectadas desde el mismísimo Herschel hasta entonces eran galaxias del todo parecidas a la Vía Láctea y que el universo consistía justo en eso: galaxias espirales esparcidas por una inmensidad muchísimo mayor que la pretendida por Shapley. El mundo era un conjunto descomunal, quizá infinito, de lo que los antiguos ilustrados llamaban universos-islas.
El lector puede pensar que todo era cuestión de establecer escalas de distancias, y que desde lo de Leavitt con las cefeidas, y el propio Shapley con su magistral manera de sacar provecho de ellas para medir distancias, se había adelantado tanto que parece absurdo que el despiste a principios del siglo xx fuera tan grandioso. Pues así era, y es que el asunto era mucho más complicado de lo que parece a primera vista. Voy a poner un ejemplo que, sin ser el más intrigante, espero no sólo guste al lector, sino que entienda las causas del desconcierto entre los astrónomos de 1920, que fue cuando se celebró el Gran Debate.
La nebulosa llamada Andrómeda desde la antigüedad tenía el aspecto de ser una galaxia muy, pero que muy parecida a nuestra Vía Láctea. Por cierto, la palabra galaxia, que viene del latín galaxias, del griego galaxías, que significa simplemente «lácteo», ya se usaba para toda mancha blanquecina del cielo, o sea, para las nebulosas. Pero desde 1885 había unas fotografías espléndidas de Andrómeda que daban cuenta del siguiente fenómeno: una simple estrella empezó a brillar tanto que en poco tiempo alcanzó una luminosidad cercana al 10 por ciento de la nebulosa completa. El fenómeno duró poco. Observe el lector las dos fotografías de la misma región separadas por una década (véase la figura 1.8).
Si Andrómeda era una galaxia como la nuestra, estaría compuesta por decenas de millones de estrellas (hoy sabemos que la Vía Láctea la forman casi dos centenares de miles de millones de estrellas; digiera el lector la cifra), ¿cómo iba a alcanzar una de ellas el brillo del 10 por ciento de ellas, o sea, de millones? Era mucho más lógico lo siguiente: una estrella esplendorosa pero normal encuentra a su paso una nebulosa de tamaño modesto y la ilumina. Las dos, tanto la estrella como la pequeña nebulosa, están en la Vía Láctea.
Hoy día sabemos que una estrella de buen porte, digamos de una masa diez o veinte veces mayor que la del Sol, muere de una
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forma espectacular llamada explosión supernova, que es un fenómeno que puede alcanzar un brillo comparable a la galaxia completa a la que pertenece la estrella moribunda y que sucede a un ritmo endiablado: unas cuatro o cinco veces por siglo en cada galaxia. Esto es lo que en realidad pasó en Andrómeda, que una de sus estrellas estalló, pero a principios del siglo xx no se tenía ni idea no sólo de cómo moría una estrella, sino de si éstas vivían o evolucionaban de alguna manera. No se sabía ni cuál era el origen de su energía, por lo que difícilmente se podían imaginar que pudieran encerrar una tan portentosa como para provocar uno de los cataclismos más descomunales del mundo: las explosiones supernovas.
El (pequeño) Gran Debate
Para exponer los argumentos a favor de un universo formado por una gran galaxia de unos 300.000 años luz de diámetro (Shapley y algún que otro) o uno enormemente más grande formado por infinidad de galaxias parecidas entre sí (Curtis y muchos otros), se organizó una reunión en Washington en el año ya mencionado: 1920. Hubo una gran expectación y una gran decepción. Allí estaba la plana mayor del Observatorio de Harvard, institución de gran prestigio, que por entonces estaba sin director. El puesto lo ambicionaba Shapley, y al final lo obtuvo, pero entonces no era cuestión de permitir que Curtis le dejara en ridículo. Para colmo, le había tocado hablar en primer lugar, por lo que Shapley hizo lo que en términos taurinos se llama una faena de aliño, o sea, salir del paso sin comprometerse demasiado. Y Curtis, más o menos lo mismo. Sin embargo, a los pocos meses, los organizadores del debate recibieron los textos escritos de las intervenciones de Shapley y Curtis, y estos dos artículos sí que contenían todos los datos y argumentos a favor y en contra de cada concepción del universo. Por esa razón se llamó el Gran Debate, porque realmente los dos insignes astrónomos presentaron razonamientos muy sólidos a favor de cada uno de los dos modelos.
El lector debe tomar nota de un aspecto de este debate que a mí me parece de la mayor importancia, aunque quizá exagere. La ciencia avanza de manera portentosa porque está basada en la observación y la experimentación. Cuando los datos que se tienen son escasos por las razones que sean, por ejemplo porque los telescopios del momento no tengan una potencia acorde con lo que se quiere investigar, es seguramente estéril hacer lucubraciones porque, aunque basadas en datos objetivos, empiezan a invadir el terreno de la filosofía. Los datos que usaban tanto Curtis como Shapley eran parciales, fragmentados y con grandes defectos. Acertó uno y falló el otro más por intuición o suerte que por interpretar mejor las observaciones en que basaban sus afirmaciones. La comunidad científica ha aprendido de estos errores y, aunque se repiten con cierta frecuencia, cada vez están más extendidos el escepticismo y la cautela.
Hubble: de las galaxias a las estrellas… de Hollywood
Para salir del nuevo atolladero hubo que esperar a que se construyeran telescopios de mayor alcance y que apareciera en escena un personaje curioso y, para mi gusto, bastante detestable: Edwin Hubble. Antes de
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Figura 1.9. Edwin Hubble en el telescopio de Monte Palomar.
relajar al lector con las peripecias y el carácter de este individuo, explicaré cómo decidió el Gran Debate a favor de Curtis. Hubble, con el telescopio Hooker de Monte Wilson, lo que hizo fue encontrar varias cefeidas en Andrómeda. La distancia desde nosotros que marcaban las estrellas variables era mucho mayor que el mayor diámetro que predecía Shapley para nuestra gran (y única, según él) galaxia, la Vía Láctea. O sea, que Andrómeda estaba fuera y muy lejos de nosotros (si la Vía Láctea fuera como Andalucía, Andrómeda, de porte similar, estaría por
Australia), por lo que todas las nebulosas espirales, que parecían mucho más alejadas que Andrómeda (así es), bien podían ser otras galaxias parecidas a ambas: el universo era de un tamaño muchísimo mayor que el previsto por Shapley, y sus ladrillos básicos podían ser las galaxias y no las estrellas ni los cúmulos de éstas.
Anita Loos, la autora de la novela que dio pie a los guiones de un espectáculo de Broadway y una película, titulados todos gloriosamente Los caballeros las prefieren rubias, dijo de Hubble que era muchísimo más guapo que Clark Gable. Se supone que ella entendía de eso. El lector pensará que los que, como ya he confesado antes, detestamos al astrónomo que dio con las claves del universo y que para las mujeres era atractivo a rabiar, no podemos ser más que simples envidiosos. ¡Qué va!
Hubble nació en un pueblucho de Missouri, siendo el tercero de siete niños que sobrevivieron a varios más que tuvo un honrado agente de seguros. Puritano y tan estricto que ni probaba el alcohol ni de su boca salía un taco, el agente educó a sus hijos sin grandes ambiciones: sólo tenían que ser buenos cristianos y honrados padres de familia. Y madres, porque Edwin tuvo tres hermanas. En esta familia tan anodina creció el futuro astrónomo, que lo fue gracias al único miembro interesante de ella: el abuelo James, que era primo nada menos que del bandido Jesse James, tal como suena. Y además, era astrónomo aficionado, pero aficionado de los buenos, es decir, de los que se construían sus propios telescopios.
Al agente de seguros le fueron muy bien las cosas y se mudó con toda la familia a Chicago. Vivieron en un barrio ni pobre ni rico, cuyo instituto no estaba mal, pero tampoco era especialmente prestigioso. Las notas de Edwin no eran malas ni excepcionales, pero él era un líder en todo lo demás, o sea, en el patio del colegio y en los campos de fútbol y baloncesto. El liderazgo ya era muy apreciado en el Estados Unidos de entonces, aunque todavía no se había convertido en la religión en la que se transformó poco después. Así pues, el mozarrón obtuvo una beca para la Universidad de Chicago.
Edwin no destacó en los estudios ni en los deportes en la universidad como había hecho en el instituto, pero pocos combinaban ambas facetas tan bien como él. Su padre quería que estudiara leyes,
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pero a él le seguía influyendo su abuelo con lo de la astronomía. Entonces aprovechó una oportunidad de oro: una beca Rhodes. Estas becas se destinaban (hoy día aún se convocan) a futuros líderes en ciernes para estudiar tres años en Oxford. Además, eran de 1.500 dólares anuales, un dineral a principios de siglo. El deporte que le sirvió de catapulta a Edwin fue el baloncesto. Y ya tenemos al norteamericano alto y guapo en el Queen College de Oxford, donde lo primero que hizo fue adoptar el acento vernáculo de aquella insigne universidad. Pero lo hizo de forma tan exagerada que se convirtió en el hazmerreír de todos: oxonienses y colegas norteamericanos. A los primeros les divertían los fallos tan graciosos que cometía; los segundos encontraban inexplicable que Edwin adoptara un acento que ellos evitaban que se les contagiara, como si de la peste se tratara, al considerarlo una auténtica mamarrachada. Tanto le impresionó Oxford a Hubble que inmediatamente solicitó el ingreso en el equipo de remo. Lo obtuvo, remó como un loco y terminó lesionado, por lo que al fin se pudo dedicar a estudiar leyes, nada de astronomía, porque no era cuestión de enemistarse con su padre, aunque poco a poco fue asistiendo a algunos cursos de astronomía.
Un norteamericano en la Europa de la primera década del si glo xx con dólares en el bolsillo era un personaje fuera a donde fuera. Por ejemplo, en Alemania. Allí el joven Hubble quedó gratamente impresionado. ¡Qué eficiencia, qué poderío militar! El deporte que eligió practicar durante su larga estancia en Alemania no podía ser más apropiado a su sentimiento: esgrima, pero la esgrima que se practicaba en los duelos de honor, si bien no participó en ninguno de verdad.
Cuando Edwin regresó a Estados Unidos, concretamente a Kentucky, donde se había mudado su familia después de la reciente muerte del padre, causó sensación. O estupefacción, lo dejo a la imaginación del lector, porque se presentó vistiendo pantalones bombachos, un reloj de pulsera (una excentricidad como la anterior en aquel lugar y en aquella época), un anillo en cada dedo meñique, un sombrerito de paja, una capa y un bastón de caña. Y, encima, hablando de aquella manera que al principio no se le entendía y después provocaba la risa tonta.
El mejor empleo que encontró Hubble fue de profesor de instituto. Enseñaba ciencias y, curiosamente, español. Tenía a los chavales fascinados, porque, por una parte, lo consideraban amanerado hasta el ridículo, pero, por otra, era un maestro del baloncesto. Tanto fue así que como entrenador llevó al equipo del colegio hasta el tercer puesto del campeonato estatal. Y ya estamos en el infausto 1914, año en que empezó la Gran Guerra. Y la guerra, cosa que a poquísima gente le pasa, fue para Hubble una bendición.
Harto del instituto, solicitó plaza en los observatorios astronómicos. Era un momento muy apropiado porque se estaban construyendo nuevos telescopios por todo el país. Las respuestas por carta eran lacónicas, pero en cuanto le hacían una entrevista personal, quienquiera que se la hiciera caía presa de los encantos del atlético y simpático astrónomo. Empezó en el Observatorio Yerkes de la Universidad de Chicago, que estaba a unos cien kilómetros de la ciudad. Hubble inició allí un periodo de cuarenta años mirando al cielo nocturno. Corría el año 1915. Comenzó a observar lo que entonces se llamaban nebulosas tenues. A continuación, paso a hacer una breve digresión para que el lector no se líe con los términos antiguos y modernos.
Lo que Hubble estudiaba era lo que hoy llamamos galaxias: conjuntos de centenares de miles de millones de estrellas, polvo estelar y muchas más cosas de las que todavía no sabemos nada, y que muy pronto las describiremos más adecuadamente. La palabra «galaxia» era la preferida por Shapley, curiosamente porque él no creía que hubiera más que una, aunque pronto se convenció de su abundancia. Así pues, y para más ironía, Hubble dedicó su vida profesional a estudiar objetos que casi se podían considerar bautizados por el que sería su enemigo mortal: el propio Shapley. La palabra nebulosa se utiliza hoy día para designar no las manchas tenues con las que Hubble comenzó su carrera de astrónomo, sino a las nubes de polvo que vagan por nuestra galaxia y que son remanentes de explosiones supernovas, o sea, los restos de las estrellas muertas. Los cúmulos globulares son parecidos a lo que se suponía antiguamente: inmensas agrupaciones de estrellas (entre miles y centenares de miles) más o menos esféricas y que están situadas normalmente por encima y por debajo del disco galáctico de estrellas.
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Como íbamos diciendo, Hubble se dedicaba a observar las galaxias, y lo hacía muy bien y con gran paciencia, algo que para muchos resultaba sorprendente debido a su carácter inquieto y ambicioso.
En Monte Wilson, California, se acababa de instalar el mayor telescopio del mundo y necesitaban jóvenes astrónomos. Hubble solicitó una plaza, lo entrevistaron y se la dieron. Era 1917, y todo el mundo estaba alterado. A Hubble le llegaban noticias de que todos sus compañeros y amigos de Oxford estaban en el campo de batalla, algunos incluso ya habían muerto, y Estados Unidos estaba a punto de entrar en la guerra. La principal enemiga era su amada Alemania, pero él era un patriota de tomo y lomo, así que preguntó si le guardarían la plaza en Monte Wilson si se alistaba y le dijeron que por supuesto. Empezó el entrenamiento como oficial de la reserva en mayo de 1917, y en un año ya era capitán al mando de un batallón. En septiembre del año siguiente embarcó hacia Europa como comandante. Llegó a Francia en octubre, y si no se da prisa no llega a frente alguno porque los alemanes estaban de retirada.
Hubble se inventó mil hazañas bélicas, pero lo único constata ble es que en su hoja de servicios, donde ponía battles, engagements, skirmishes («batallas», «combates», «escaramuzas») se consignaba none («ninguna»).
El armisticio llegó muy pronto a Europa y, aprovechando que estaba en el viejo continente, fue a su querida Oxford. Pero en la insigne universidad no quedaba casi nadie, por lo menos en astronomía. Se fue a Cambridge. Allí estaba el gran astrofísico Eddington y algunos físicos de renombre. Aprendió mucho con ellos. Al año o así le reclamaron de Monte Wilson y cuando llegó al observatorio causó una impresión aún más notable que cuando regresó de Oxford a Kentucky: impecable en su uniforme militar y como héroe de guerra, se hizo llamar comandante Hubble, e incluso, simplemente, Comandante.
Las nebulosas tenues que observaba Hubble le iban convenciendo cada vez más firmemente de que eran galaxias lejanas tan pobladas de estrellas como la Vía Láctea. Recuerde el lector que la prueba la obtuvo Hubble usando el método de calcular distancias cósmicas establecido por Leavitt y Shapley con las estrellas variables cefeidas, primero en Andrómeda y después en otras galaxias. También ha de recordar el lector que los argumentos de Shapley y los defensores de una sola galaxia, la Vía Láctea, eran poderosos y variados, por más que sólo hayamos presentado algunos. O sea, que a la postre, primero Curtis y después Hubble llevaban razón. Pero las disputas que mantuvo este último con los que pensaban como Shapley rayaban en la grosería. Y Shapley no era suave que digamos, por lo que como he indicado fueron enemigos acérrimos durante toda la vida.
Le doy al lector otro ejemplo para que vea que la controversia tenía mucha razón de ser todavía por aquel entonces, digamos 1924, año en que Hubble publicó su justamente famoso artículo cuyo título encontrará razonable el lector: «Cefeidas en nebulosas espirales». Un holandés que trabajaba también en Monte Wilson calculó que si las llamadas galaxias de Hubble giraban como parecía y sus tamaños y distancias eran las que decía el comandante, las estrellas de sus bordes llevaban una velocidad mayor que la de la luz. Como eso no era posible por ir en contra de la ya por entonces célebre teoría de la relatividad de Einstein, la única conclusión posible era que esas nebulosas no eran galaxias y estaban dentro de la Vía Láctea. El comandante zahirió al holandés, que, además de excelente astrónomo, era amigo de Shapley, todo lo que pudo. Los dos llevaban razón, pero Hubble más que Van Maanen (el holandés), por más que los cálculos de este último fueran correctos aunque basados en los datos erróneos de Hubble. Lo dicho: un lío, pero encima enredado con argumentos razonables de todas las partes.
El lector pensará, con razón, que aún no he dicho qué fue lo que hizo Hubble de meritorio para la nueva concepción del mundo, ni por qué lo he tachado de detestable. Ni lo de las cefeidas en las nebulosas parecía muy decisivo ni sus payasadas en Oxford y las mentirijillas sobre la guerra eran tan odiosas. Empecemos por esto último, que es lo irrelevante pero divertido, y seguiremos con lo importante, que aunque sea de gran interés es más duro de roer.
El citado 1924 fue el año milagroso para Hubble, pero no por lo de las cefeidas en Andrómeda, sino por haberse casado con Grace Burke Leib. Sus apellidos le venían de uno de los banqueros más ricos de Los Ángeles, Burke, su padre, y de un geólogo aún más rico
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por parte de familia, Leib, su difunto marido, que se había asfixiado inspeccionando una mina de carbón. O sea, que ese año Hubble se hizo astrónomo famoso y rico como jamás lo hubiera soñado.
El viaje de novios fue apoteósico. Primero, lógicamente, la pareja fue a Oxford y Cambridge, donde el novio, además de dar seminarios, invitaba a lo grande a todo científico importante. Después París, Ginebra… ¡Florencia! Lo de Florencia fue notable porque Hubble quedó tan maravillado del Palazzo Vecchio que dijo que era la casa de sus sueños y se juró que construiría uno igual en Estados Unidos siguiendo el modelo. Imagínese el lector el chalet de los Hubble en California…
A su regreso, Hubble descubrió nuevas estrellas mucho más interesantes que las del firmamento: las de Hollywood. Entre amigos, vecinos y familiares de Grace, el palazzo estaba siempre lleno de actores de cine, y Edwin Hubble, naturalmente, se reinventó a sí mismo. Con su pinta y su fama, no iba a decir que era un cateto de Missouri. Fue héroe no sólo de guerra, que casi la ganó él solo, sino de los bosques de Wisconsin, como boxeador de los grandes, salvador de mujeres a punto de ahogarse, defensor, como abogado, de pobres inocentes y un alucinante etcétera. ¿Que cómo sé yo todas estas historias? Pues porque las publicaba su mujer Grace en los periódicos de su propiedad. Tampoco es esto tan grave, dirá el lector. Quizá, pero hay dos cosas que creo insoportables de Hubble. Primero, la extrema arrogancia que mostró siempre, ya que aunque en ocasiones se pudiera considerar justificada, cometió muchos errores científicos. Segundo, y más feo, porque prohibió a sus hermanos y a otros familiares no sólo que le visitaran, sino que dijeran absolutamente nada de él. Hubble fue siempre el arquetipo de adulador con el que él supusiera superior y cruel con el que él considerara inferior. Pero son tan abundantes estos tipos que el lector me debe disculpar si muestro un desprecio quizá desmesurado hacia ellos. Sin embargo, hay que ser justos, porque a pesar de estas mezquindades, Hubble fue un excelente astrónomo. Hasta su enemigo acérrimo, Shapley, reconoció que fue un astrónomo extraordinariamente paciente, mucho más que él. Si bien lo dijo diez años después de que Hubble muriera, así debió de pensarlo toda su vida.
Hubble no sólo dejó claro que las «nebulosas espirales» eran extragalácticas y, en sí mismas, galaxias de porte análogo a nuestra Vía Láctea, sino que descubrió una propiedad de ellas que sirvió para saber cómo era el universo y para sentar las bases del conocimiento de cómo se generó.
El desplazamiento hacia el rojo de las galaxias
El grandioso hallazgo lo hizo Hubble con un ayudante que le iba como anillo al dedo: Humason. Este artista fue uno de los arrieros de mulas que transportaron los materiales e instrumentos a Monte Wilson, que así de inaccesible era en aquella época. Pero Humason no era un humilde gañán, sino el hijo de un banquero que apareció por allí porque era un auténtico bala perdida, sobre todo debido al juego. Cuando se terminó la construcción del observatorio, a Humason no le fue difícil caerle bien a Hubble y convencerlo de que le contrataran como ayudante. El galán jugador y pendenciero hizo su trabajo tan bien que fue él quien realmente descubrió el desplazamiento hacia el rojo de las galaxias que a continuación vamos a describir.
Si el lector sabe lo que es el efecto Doppler, puede saltarse los párrafos siguientes. Un átomo, incluso el más simple que es el de hidrógeno, es todo un tinglado. Consiste en un núcleo y una nube electrizada en torno a él. El núcleo es minúsculo y la nube portentosa, de manera que si el tamaño del primero fuera como el de una naranja, la nube tendría el porte de un barrio. Ya hablaremos de ellos en el capítulo siguiente. La luz se genera de la siguiente manera: los electrones que forman la nube que envuelve al núcleo atómico pueden estar en distintos estados energéticos, interprétese esto como situaciones apacibles o excitadas e imagínelas el lector como quiera. Por ejemplo, como si la nube fuera tanto más turbulenta cuanto más alto fuera su estado energético. De manera espontánea, o sea, porque sí, porque todo en la naturaleza tiende a estar en el estado de mayor calma (magnífico argumento pacifista), la nube se tranquiliza bajando a un estado de menor energía. Lo hace de manera que puede recordar a un rayo en una tormenta, es decir, la diferencia de energía
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entre un estado excitado y otro más calmado la emite el átomo en forma de luz. De radiación debería decir para ser correcto, porque la luz no es más que la pequeña franja de radiación a la cual es sensible el ojo humano. La radiación se puede caracterizar por su longitud de onda, es decir, que si se concibe como una onda que se propaga en el vacío (también se puede concebir como un chorro de corpúsculos a modo de lluvia), dicha longitud es la distancia entre dos valles o dos crestas o cualesquiera otros dos puntos que se repitan, porque una onda no es más que eso, una perturbación energética que se propaga de forma periódica.
Cuando una onda se acerca a nosotros, percibimos que la distancia entre dos valles o dos crestas consecutivas disminuye. El ejemplo que siempre se pone en el caso del sonido es el del silbido de un tren: cuando se acerca a nosotros, suena cada vez más agudo, y conforme se aleja, se va haciendo cada vez más grave. Con un dibujo, este efecto llamado Doppler queda claramente ilustrado (véase la figura 1.10).
emisor en movimiento longitud de onda para un observador al que se acerca el emisor
Figura 1.10. Efecto Doppler provocado por el movimiento de un emisor de ondas: hacia donde se acerca disminuye la longitud de onda; desde donde se aleja aumenta. Si es sonido, el efecto es agudo o grave; si es luz, es azul o rojo.
emisor en reposo longitud de onda longitud de onda para un observador del que se aleja
el emisor
En el caso de la luz, el agudo sería el color azul y el grave, el rojo. El tono, en el caso del sonido, y el color, en el caso de la luz, vienen definidos por la longitud de onda. Si algo luminoso se acerca a nosotros, se torna un poco más azulado que algo que se aleja, que vira al rojo, fenómeno del todo análogo al del tren.
Si estudiamos un átomo en el laboratorio (con un aparato que se llama espectroscopio), observamos que los «rayos» que larga su nube electrónica cuando pasa de diferentes estados energéticos a otros más bajos provocan resplandores que tienen unas longitudes de onda determinadas. Éstas las podemos establecer con una precisión extraordinaria gracias a unas reglas exactas (hablamos de la mecánica cuántica) que nos explican cómo las diferencias de energías entre distintos estados se traducen en longitudes de ondas de luz emitida por el átomo en su desexcitación.
Ahora podemos deducir lo que descubrió Hubble conectando un espectroscopio al telescopio. Con el combinado de instrumentos, que se utilizaban en todos los observatorios, estudiaba un elemento químico concreto de una galaxia. Por ejemplo, el calcio. Comparaba el espectro (conjunto de las longitudes de onda de los rayos que emite un átomo o sistema cuántico al desexcitarse) que obtenía con el telescopio y el obtenido en el laboratorio. Y no coincidían: los de la galaxia tenían mayor longitud de onda, o sea, estaban más «enrojecidos». El lector puede que todo esto lo haya leído más de una vez y con ejemplos parecidos a los que he utilizado. Y creerá que lo ha entendido. Seguramente ha sido así, pero permítame que le precise algo más a riesgo de ser tedioso.
La galaxia, aparte de la Vía Láctea, que más hemos citado aquí es Andrómeda. Ya hemos dicho a qué distancia suponía Hubble que estaba de nosotros: a mucho más de 300.000 años luz. El valor actual es de dos millones de años luz, y su tamaño es de unos 200.000 años luz. Está tan cerca de nosotros que es la única galaxia que podemos ver a ojo, es decir, sin utilizar ningún telescopio. El lector, con razón y lógica, podría argüir que la luz que nos llega hoy de Andrómeda, después de recorrer el espacio durante dos millones de años, bien podría haberse degradado de alguna manera que se manifestara con un cierto enrojecimiento. O sea, que lo que detectó un espectroscopio en
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chufado a un telescopio a principios del siglo xx no tiene por qué permitirnos hacer ninguna hipótesis sobre el objeto que nos envió la luz que analizamos, sobre todo porque lo hizo veinte mil siglos antes. Pues no, ya por aquel entonces se sospechaba y hoy está confirmado con una exactitud prodigiosa que las constantes que definen nuestro universo no dependen del tiempo. Veamos qué quiere decir esto.
La carga eléctrica elemental, la velocidad de la luz en el vacío, la constante de gravitación universal, la llamada constante de Planck y pocas, muy pocas más magnitudes, caracterizan a este universo. Si alguna fuera ligeramente diferente a como es o hubiera variado con el tiempo, seguramente no estaríamos aquí. Una de las muchas consecuencias de la «constancia» de las constantes universales es que los átomos del mismo elemento químico son idénticos en nuestro laboratorio, en otro de Australia, en un planeta de una estrella de Andrómeda, e iguales a los que se formaron poco después del big bang, o sea, el comienzo de nuestro universo.
Así pues, lo que Hubble observó es que la mayoría de las galaxias emitían una luz que, cuando llegaba a nosotros, tenía unas longitudes de onda mayores de las que les correspondería. Eran muy poco mayores, pero claramente desplazadas «hacia el rojo». Las comillas vienen a cuento de que no sólo la luz visible por nuestro ojo, sino toda la radiación, se ve desplazada un poco hacia longitudes de onda mayores. Si estuviéramos hablando de sonido, diríamos que las partituras de la música celestial muestran unas notas que suenan más graves que si las interpretara una orquesta en la Tierra. O sea, que suena exactamente igual que si la orquesta celestial se estuviera alejando de nosotros. Además, el desplazamiento al rojo de la luz que recibimos de las galaxias es curioso: depende linealmente de la distancia a la que está cada galaxia. Dicho de otra manera: cuanto más lejos están las galaxias, más rápido se alejan de nosotros. Es tan sencilla la ley (Hubble y sus contemporáneos la tenían como una conjetura) que no me resisto a expresarla como fórmula, por más que me lo tenga terminantemente prohibido el editor:
v = H ´ d
Significa que la velocidad con que una galaxia se aleja de nosotros (v) es proporcional (H es la constante de proporcionalidad) a la distancia a la que está de nosotros. Una galaxia que esté al doble de distancia de nosotros que otra más cercana, se aleja a una velocidad el doble que ésta. Y esto ocurre se mire en la dirección del cielo en que se mire. Se supone, además, que las dos galaxias anteriores se alejan una de la otra a la misma velocidad que la más cercana a nosotros. Aunque esto, claro está, nunca lo podremos comprobar.
¿Así de simple es el universo? Porque parece sencillamente un globo hinchándose. Ni mucho menos. La fórmula anterior, la llamada ley de Hubble en honor al figurín de Missouri, al igual que la constante H que aparece en ella, ni es una conjetura ni es una ley: es la expresión aproximada y global de lo que ocurre en el universo. Es decir, que la luz de algunas galaxias se tornan incluso azuladas, o sea que se acercan a nosotros; otras muestran un enrojecimiento mucho mayor o mucho menor que el expresado por la formulita anterior, pero en promedio y en general así es nuestro universo: un conjunto de galaxias que se alejan unas de otras de manera que globalmente se puede considerar sin incurrir en el error que está expandiéndose. Piense el lector que se han medido varias decenas de miles de desplazamientos hacia el rojo de otras tantas galaxias.
¿Y cuántas galaxias hay? Centenares de miles de millones, quizá muchas más. ¿Cómo están distribuidas? Como en un panal de miel. ¿Cuándo se generaron? Hace 13.700 millones de años. ¿Cuánto van a durar? Una infinidad de tiempo, pero se irán extinguiendo y todo el universo quedará fosilizado en forma de inmensas bolas de hierro helado y cosas tan siniestras como ésas. Pero todas estas cuestiones se escapan del objetivo de este libro, por lo que el lector interesado deberá consultar otros.
Veamos más detenidamente cómo son las galaxias que fueron sustituyendo a las estrellas fijas de los antiguos como los pilares del universo. Estudiemos la Vía Láctea, que, obviamente, es la que mejor conocemos, aunque las demás son bastante parecidas a ella. No hay muchos tipos de galaxias.
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Anatomía de la Vía Láctea
La Vía Láctea es un glóbulo más o menos esférico que tiene un diámetro de unos 100.000 años luz. Esta cifra, como muchas otras de la galaxia, es aproximada, porque los límites de la misma son difusos.
La unidad de masa que se suele utilizar en astronomía es la masa solar, es decir, la masa de nuestro Sol, que es una estrella bastante vulgar. Esa masa, que son 2 ´ 1030 kg, o sea, un 2 seguido de 30 ceros, o, lo que es lo mismo, dos quintillones de kilos, se expresa simplemente como M[H17018]. La masa de la Vía Láctea es aproximadamente un billón de masas solares, o sea, 1012 M[H17018].
La Vía Láctea, como todas las galaxias, está hecha de materia oscura, estrellas, gas y polvo. La materia oscura es la más abundante, casi un 90 por ciento de la masa antedicha y, como su nombre indica, es algo que no se ve con los telescopios ni se detecta con casi nada. No sabemos cuál es su naturaleza. El lector quedará sorprendido ante semejante confesión de ignorancia: ¿después de tanto esfuerzo, tecnología, dinero y viajes espaciales, no sabemos de qué está hecha la mayor parte del barrio en que vivimos en el universo? Efectivamente, pueden ser objetos tan oscuros como nuestra propia Tierra o el grandioso Júpiter (piense el lector que desde otra estrella, por ejemplo la más cercana al Sol que está a más de cuatro años luz, la Tierra y Júpiter deben de ser tan minúsculos que no se verían ni con el más potente telescopio), restos de estrellas, e incluso, simplemente, minúsculas y livianísimas partículas a las cuales son prácticamente permeables todos los objetos del universo. Hablamos de neutrinos. Podría ocurrir que, cuando descubramos la naturaleza de ese inmenso porcentaje de materia oscura, apenas cambie nuestra concepción del mundo. O sí.
Agrupadas en un bello disco que tiene un abultamiento en el centro, están las estrellas inmersas en gas y polvo. El número aproximado de estrellas es de 150.000 a 200.000 millones, es decir, alrededor del 10 por ciento de la masa total de la galaxia. Y el polvo y el gas apenas «pesan» el 10 por ciento que el peso de las estrellas, o sea, un 1 por ciento del total de la galaxia. Aun así, es mucho, ¿no? Gas y polvo equivalente a 10.000 millones de soles es como para nublar de frente
Sol
Figura 1.11. Esquema de la Vía Láctea.
cualquier cosa, y eso es lo que pasa, que las estrellas están en las galaxias como inmersas en niebla.
Fuera del disco y embebidos en la materia oscura también hay agrupaciones de estrellas, e incluso estrellas sueltas, de las que ya hemos hablado: cúmulos globulares que pueden contener hasta centenares de miles de estrellas.
Las estrellas de una galaxia forman una fauna rica pero no demasiado variada. Hay varias magnitudes que las caracterizan, pero quizá las más importantes son su masa y su luminosidad. Las estrellas
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tienen masas que van desde poco menos que nuestro Sol hasta casi un centenar de masas solares. El brillo (o luminosidad, o color, o temperatura, que, como el lector puede imaginar, están estrechamente relacionados entre sí) se puede clasificar en grupos que, por razones históricas y de características de sus espectros, se denominan en orden decreciente O, B, A, F, G, K y M, y cada una de estas clases tiene subclases que se numeran en orden creciente. O sea, que una estrella concreta puede pertenecer al tipo espectral A3, o M6, etcétera. Nuestro Sol, por ejemplo, es una modesta estrella blanca amarillenta de la clase G2.
Con una tabla y dos gráficos, el lector se podrá hacer una idea mejor de la fauna estelar de una galaxia que con mil palabras. En la tabla damos algunas propiedades llamativas de las estrellas de las siete clases, eligiendo en cada una de ellas una subclase, en este caso la 5.
El siguiente dibujo tiene el tremendo nombre de los autores que lo idearon: Hertzsprung-Russell, o, más brevemente, diagrama H-R. El eje vertical marca la luminosidad y el horizontal la temperatura superficial junto con la clase espectral. Cada estrella que observemos y le midamos su luminosidad y temperatura, la podemos situar en un lugar del diagrama H-R marcándola con un punto. Hay tantísimas estrellas que se podría pensar que tal diagrama iba a resultar una nube de puntos llenando todo el papel. Pues ni mucho menos. La mayoría de las estrellas se colocan a lo largo de una curva suave que lo atravie
Clase Temperatura Masa Luminosidad Radio Vida media espectral superficial (ºK) MLR(años)
O5 45.000 60 800.000 12 8 ´ 105 B5 15.400 6 830 4 7 ´ 107 A5 8.100 2 40 1,7 5 ´ 108 F5 6.500 1,3 17 1,3 8 ´ 108 G5 5.800 0,9 0,8 0,9 12 ´ 109 K5 4.600 0,7 0,15 0,7 45 ´ 109 M5 3.200 0,2 0,01 0,3 20 ´ 1011
–
—
–
—
–
—
–
—
–
supergigantes
secuencia principal gigantes rojas luminosidad
10
10
0K)
M
G
A
clase espectral – — – — – — – — –
Sol enanas blancas
Figura 1.12. Diagrama de Hertzsprung-Russell donde se representan las estrellas según su luminosidad y temperatura superficial. La mayoría se coloca en la línea llamada secuencia principal. Las gigantes rojas ocupan la zona superior derecha y las enanas blancas la inferior izquierda.
sa casi en diagonal. Es lo que se llama la secuencia principal. Por ahí en medio está nuestro Sol. Abajo, un poco a la izquierda, aparece otra nube de puntos correspondientes a las llamadas estrellas enanas blancas. Por arriba a la derecha están las gigantes y las supergigantes rojas. Por supuesto, hay estrellas por doquier en un diagrama H-R, pero las mayores densidades de puntos se concentran donde he dicho.
Mucho más interesante que lo anterior es el hecho de que una estrella en concreto vaya emigrando en el diagrama H-R a lo largo de su vida. Cuando nace, se coloca en el extremo superior izquierdo de la secuencia principal. Desciende a lo largo de ella y, a medida que su «combustible nuclear» va apagándose termonuclearmente, se va hacia la zona de las enanas blancas («cadáveres» de estrellas), o bien hacia las gigantes, dependiendo de la masa que tenía cuando se formó.
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En la figura 1.13 se representa una estadística poblacional de estrellas en la Vía Láctea.
El gas y el polvo interestelar provienen, fundamentalmente, de la materia esparcida por la estrella cuando muere violentamente. Hemos mencionado antes las estrellas enanas blancas indicando que es uno de los posibles estados finales de una estrella. Así es como va a terminar nuestro Sol. Dentro de unos 5.000 millones de años, nuestra querida estrella habrá acumulado tanta «ceniza» nuclear (átomos de helio, que es mucho más difícil que fundan entre ellos dando energía de fusión nuclear) que los de hidrógeno ya no podrán continuar dando esplendor al Sol. Éste se apagará y, tras algunas pequeñas convulsiones, vagará por la galaxia enfriándose paulatinamente. Se convertirá en una enana blanca situada al fondo del diagrama HR y entrará a formar parte del 10 por ciento de objetos estelares de nuestra galaxia indicado en el gráfico anterior. Pero si la estrella era de buen porte, digamos de una o varias decenas de veces la masa del Sol, entonces los estertores nucleares son más violentos y la estrella va cambiando su posición en el diagrama H-R. Se convierte en gigante e incluso supergigante roja. Y al final, en un estallido imponente que ya hemos comentado, tiene lugar una explosión supernova que esparce buena parte del material cocinado en la estrella por
Estrellas A y F
(1%)
Estrellas K
(10%)
Figura 1.13. Población estelar en la Vía Láctea. Como se ve, nuestro Sol es una estrella bastante menor que el promedio.
Resto de estrellas
(menos del 1%)
Estrellas G incluido el Sol
(4%)
Estrellas M
(70%)
Enanas blancas (10%)
todo el espacio interestelar. Se forman grandiosas nubes de polvo y gas interestelar.
Algunas nubes se encontrarán con otras y vagarán por la galaxia. Bajo la acción de la gravedad, pueden encogerse aumentando su presión y su temperatura. Puede que tenga lugar un proceso lleno de encanto: el nacimiento de una nueva estrella. De esta estrella se desgajarán planetas, y puede que alguno de ellos, con el tiempo, llegue a parecerse a nuestra querida y acogedora Tierra.
Pero hay algo que el lector debe considerar detenidamente por todo lo que contiene de belleza y misterio: los elementos químicos de los que estamos hechos, por ejemplo el carbono, se sintetizaron en el corazón de las estrellas viejas (el carbono, en concreto, en el centro de las gigantes rojas), las cuales, cuando murieron, enriquecieron el polvo interestelar. Así pues, la riqueza en la composición de la Tierra y por extensión la nuestra, en otras palabras, la vida, proviene primigeniamente de las estrellas. Hablaremos de esta cuestión en un capítulo posterior. El lector interesado puede ver con detalle todos los procesos estelares en otros libros, por ejemplo, El cosmos en la palma de la mano, también escrito por este humilde servidor y publicado por esta misma editorial en 2002.
Hay otro componente de la galaxia más inquietante que todos los anteriores y casi tan misterioso como la materia oscura: los agujeros negros. Son objetos portentosos cuyo origen es seguramente el estado final de las estrellas más grandes. Se llaman negros porque tienen tal densidad que la velocidad de escape, es decir, la mínima que ha de tener cualquier móvil para que se libere de su atracción gravitatoria, es superior a la de la luz. Compare el lector tal velocidad, 300.000 km/s con la de escape de la Tierra: 11 km/s. Estos agujeros negros pueden ser muy abundantes, tanto que pueden constituir una buena parte de la materia oscura, pero lo que es casi seguro es que en el centro de la Vía Láctea, quizá en el de todas las galaxias, hay uno inmenso que se traga estrellas a un ritmo frenético y que gobierna buena parte de la dinámica de la propia galaxia. Está por ver (imposible: sólo detectar), pero ésta es una suposición que cada vez convence más a los astrónomos y a los físicos. Por encima del millón de masas solares tendría ya el siniestro agujero negro, que funciona de
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manera parecida al sumidero de agua de un lavabo tragándose estrellas en lugar de agua.
Pues esta, la galaxia, es el hilo de Ariadna de este capítulo, porque piense el lector en la diferencia que hay entre el mundo imaginado por los antiguos, con el Sol (o la Tierra) en el centro de todo y envuelto por cinco planetas en un fondo de estrellas fijas, y el universo compuesto de galaxias como lo concebimos hoy.
Un universo de galaxias
Queda por dilucidar una cuestión de las muchas que he planteado: ¿quién tenía razón, el clérigo Bentley o el desagradable Newton? El asunto era cómo de fijas estaban las estrellas, si se atraían o no por la fuerza de la gravedad, si se agrupaban, etcétera.
La respuesta es que ni las estrellas ni las galaxias están fijas y que todas se atraen entre sí gravitatoriamente. La Vía Láctea gira en torno a sí misma a la majestuosa velocidad de una vuelta cada 2.400 millones de años, lo que significa que ha dado unas diecinueve vueltas desde que se originó. El Sol, situado por los arrabales de la Vía Láctea, o sea, mucho más cerca de su borde que del centro, se mueve a unos 200 km/s, por cierto, unos 20 km/s más rápido en promedio que las estrellas vecinas. Ya tenemos, pues, la razón por la que las estrellas no caen unas sobre otras: por la misma razón que la Luna no cae sobre la Tierra y las manzanas sí: un equilibrio entre fuerzas atractivas, las gravitatorias, y las centrífugas que hacen de reacción a aquéllas.
A las galaxias les pasa algo parecido, pero sólo parecido. Vagan por ahí tratando de agruparse gravitatoriamente, pero separándose en promedio debido al impulso inicial del big bang. Así, La Vía Láctea, Andrómeda, las Nubes de Magallanes y unas treinta galaxias más, forman el llamado Grupo Local; éste pertenece al supercúmulo de la Virgen, que ya agrupa a unas 2.500 galaxias, que se ven atraídas hacia el misterioso Gran Atractor, que lo forman… Y así todo. Parece que poco a poco se irá equilibrando todo: atracción y expansión y se llegará a un universo equilibrado.
Figura 1.14. Imagen de la cámara de campo profundo del telescopio espacial Hubble. Los lados de la fotografía son de menos de un minuto de arco. Las decenas de objetos que se distinguen son cada uno una galaxia completa.
Seguramente el lector habrá visto muchas fotografías como la anterior obtenidas por los grandes telescopios o, las mejores, por el telescopio espacial Hubble (qué gran homenaje para Edwin Hubble que el instrumento astronómico que más bellas imágenes nos ha dado del universo lleve su nombre).
Cada uno de esos objetos es una galaxia con sus centenares de miles de millones de estrellas. Es sobrecogedor. La fotografía se ha obtenido con una cámara que se llama de campo profundo, es decir, que el ángulo abarcado es pequeñísimo y las galaxias que se ven están muy, pero que muy lejos. Se apunte hacia donde se apunte, se encuentra una densidad parecida de galaxias. Las distancias típicas entre dos cualesquiera de ellas son de millones de años luz. En promedio,
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Figura 1.15. Distribución de materia (galaxias) en el universo a gran escala.
todo se expande y la distribución de galaxias parece que es algo como lo que se intuye en la figura 1.15: el panal extraño que he mencionado más arriba.
El conjunto tiene un tamaño aproximado de 13.700 millones de años luz. Ésta es nuestra casa. Sobrecoge tanto que quizá fuera bueno que el lector hiciera el siguiente ejercicio de imaginación. Conciba el Sol como un granito de azúcar: un tamaño de un milímetro. La Vía Láctea sería un disco de azúcar tan grande como la órbita de la Luna en torno a la Tierra. Cada granito de azúcar, o sea, cada estrella, estaría separado de los de alrededor a una distancia media aproximada de cien kilómetros.
Supongo que el lector se ha recuperado del vértigo y le propongo un universo aún más manejable que el anterior, que ya de por sí era de muñecas. Hagamos la Vía Láctea completa como una monedita de un céntimo de euro: un centímetro de diámetro. La figura anterior, o sea, el enjambre de galaxias que forma nuestro universo tendría el porte de un par de kilómetros. Cada galaxia estaría separada de sus vecinas un promedio de un metro.
Quizá con estos juegos malabares el lector se habrá podido imaginar mejor la grandiosidad de nuestro universo, y cómo cambió su concepción el hecho de descubrir la naturaleza de aquellas manchitas que se veían en el cielo con los telescopios desde los tiempos de Galileo hasta los de Hubble.
Si, como he señalado al principio del capítulo, el lector va a alta mar, a una montaña alta o a un desierto, le deseo que disfrute con el más grande espectáculo de la naturaleza, pero le invito, además, a que trate de vislumbrar Andrómeda entre la inmensidad de estrellas. En la figura 1.16 aparece el cielo de otoño visto desde latitudes medias
Figura 1.16. Constelaciones más corrientes del cielo de otoño desde el hemisferio norte. Obsérvese la galaxia en Andrómeda encima de Mirach.
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del hemisferio norte, donde muy probablemente esté el lector. Todas las estrellas que se ven están en la Vía Láctea salvo Andrómeda, que es el cabo del hilo de Ariadna que nos ayudó a desentrañar el laberinto de las galaxias.
Para encontrar la galaxia tenemos que localizar la constelación del mismo nombre, Andrómeda, para lo cual nos servirá distinguir tres estrellas de igual brillo, casi alineadas y equidistantes: Alamak, Mirach y Alpheratz. Un poco más arriba de la central, el lector encontrará la galaxia como una tenue nubecilla.
Piense que es casi tan grande como nuestra Vía Láctea. Piense que la luz que ve salió de ella hace dos millones de años, cuando los primeros homínidos saltaban de rama en rama. Piense que el universo está formado por centenares de miles de millones de galaxias como ella y la nuestra. Piense que seguramente en todas habrá vida rica y abundante, pero que jamás nos podremos poner en contacto con ella.
De tanto pensar, el lector terminará soñando. Ése es el encanto de la ciencia.
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